—La verdad, no lo sé —reconoció.
La bruja gritó en aquel instante: el unicornio le había atravesado el hombro con su cuerno. El animal la levantó por los aires, triunfal, a punto de estamparla contra el suelo y pisotearla a continuación hasta que acabase con su vida y cuando, empalada como estaba, la bruja se dio la vuelta y clavó el más largo de los cuchillos de cristal de roca en el ojo del unicornio, hasta atravesarle el cráneo.
La bestia cayó al suelo de madera de la posada, sangrando de un costado y del ojo, y por la boca abierta. Primero cayó de rodillas y después se derrumbó completamente, cuando la vida la abandonó. La lengua le asomaba patéticamente entre los dientes.
La bruja reina se desprendió del cuerno, y con una mano cerrada sobre la herida y la otra agarrando el cuchillo restante, se levantó.
Sus ojos examinaron la habitación y localizaron a Tristran y a la estrella, encogidos junto al fuego. Lentamente, casi agónicamente, se arrastró hacia ellos, con el cuchillo en la mano y una sonrisa en el rostro.
El corazón ardiente y dorado de una estrella en paz es mucho mejor que el palpitante corazón de una peque?a estrella asustada —les dijo, con una voz extra?amente calmada y distante, casi grotesca, procedente de una cara manchada de sangre—. Pero el corazón de una estrella asustada y temblorosa es mucho mejor que no obtener corazón alguno.
Tristran cogió de la mano a la estrella.
—Levanta —le dijo.
—No puedo —le contestó ella simplemente.
—Levanta, o moriremos ahora mismo —repitió, alzándose del suelo. La estrella asintió, y, con gran dificultad, apoyando todo su peso sobre él, empezó a ponerse en pie.
—??Levanta, o moriremos ahora mismo?? —repitió la bruja reina—. Oh, moriréis ahora mismo, ni?os, en pie o sentados. A mí me da lo mismo. —Dio otro paso hacia ellos.
—Ahora —dijo Tristran, que con una mano sostenía el brazo de la estrella y en la otra su vela improvisada—, ahora, ?camina!
Y metió la mano izquierda en el fuego.
Sintió un dolor ardiente, tanto que hubiera podido gritar, y la bruja reina le contempló como si fuera la locura personificada. Entonces el pabilo improvisado prendió, y ardió con una llama azul y firme, y el mundo empezó a desdibujarse a su alrededor.
—Por favor, camina —rogó a la estrella—. No te sueltes.
Y la estrella dio un paso vacilante.
Dejaron atrás la posada, con los gritos de la bruja reina resonando en sus oídos.
Estaban bajo tierra, y la luz de la vela relucía sobre las paredes húmedas de la cueva, y con otro paso vacilante se encontraron en un desierto de arena blanca, y con su tercer paso se hallaron muy por encima de la tierra, contemplando bajo sus pies las colinas y los árboles y los ríos, a gran distancia.
Y entonces, el último resto de cera corrió líquido sobre la mano de Tristran, y el dolor se hizo imposible de soportar, y la última llama se extinguió finalmente, para siempre.
Capítulo 8
Donde se habla de castillos
en el aire y otras cuestiones
Amanecía en las monta?as. Las tormentas de los últimos días habían pasado, y el aire era limpio y frío. Septimus, se?or de Stormhold, alto y parecido a un cuervo, subía por el puerto de monta?a, mirando a su alrededor como si buscara algo que hubiese perdido. Llevaba de la brida un poni monta?és marrón, peludo y peque?o. Se detuvo allí donde el camino se ensanchaba, como si hubiese encontrado lo que buscaba junto al sendero. Era un peque?o carro volcado y desmantelado, que bien podría haber sido llevado por un macho cabrío. Cerca del carro había dos cadáveres. El primero era el de un macho cabrío blanco, con la cabeza manchada de sangre. Septimus movió el cuerpo con el pie, interesado; había recibido una herida profunda y mortal en la frente, equidistante entre sus cuernos. Junto al animal se hallaba el cuerpo de un joven muerto con la cara intacta, como debía ser en vida. No había heridas que mostrasen cómo había muerto, tan sólo un hematoma plomizo en la sien.
A varios pasos de aquellos cuerpos, medio oculto tras una roca, Septimus tropezó con el cadáver de un hombre de mediana edad, boca abajo, vestido con ropas oscuras. La carne del hombre era pálida, y su sangre se había acumulado alrededor en el suelo rocoso. Septimus se arrodilló junto al cuerpo y le levantó la cabeza tirando del pelo: su garganta había sido cortada con maestría, de oreja a oreja. Septimus contempló el cadáver desconcertado. Lo sabía, pero aun así…
Y entonces, con un sonido seco y desagradable, empezó a reír:
—Tu barba —le dijo en voz alta al cadáver—. Te afeitaste la barba. Como si no fuera a reconocerte sin barba, Primus.
Primus, gris y fantasmal junto a sus otros hermanos, dijo:
—Me habrías reconocido, Septimus. Pero quizás hubiese ganado unos instantes durante los cuales yo te habría visto antes de que tú supieses que era yo. —Y su voz muerta no era nada más que la brisa de la ma?ana sacudiendo los espinos.