La estrella estaba empapada hasta la médula, triste y temblorosa, cuando alcanzó el puerto monta?oso. Le preocupaba el unicornio: no habían encontrado comida para él durante ese último día de viaje, dado que la hierba y los helechos del bosque habían sido sustituidos por rocas grises y arbustos espinosos. Los cascos sin herrar del unicornio no estaban hechos para los caminos pedregosos, ni para llevar pasajeros, y su paso era cada vez más lento. Mientras viajaban, la estrella maldecía el día en que había caído en este mundo húmedo y desagradable, que le había parecido delicado y acogedor visto desde arriba. Eso era antes. Ahora lo odiaba, y odiaba todo cuanto encontraba en él, excepto al unicornio; y el caso era que, dolorida (por la falta de costumbre y el hecho de montar a pelo) e incómoda, felizmente habría perdido de vista al unicornio durante un tiempo.
Después de un día de lluvia incesante, las luces de la posada resultaron lo más acogedor que había visto hasta entonces durante su estancia en la Tierra. ?Cautela, cautela, cautela?, repicaban las gotas de lluvia contra las piedras. El unicornio se detuvo a sesenta pasos de la posada y no quiso acercarse más. La puerta estaba abierta, y llenaba el mundo gris de una luz cálida y amarilla.
—Hola, querida —dijo una voz gentil desde el portal.
La estrella acarició el cuello húmedo del unicornio y habló suavemente al animal, que no se movió, firme ante la luz de la posada como un fantasma pálido.
—?Vas a entrar, querida? ?O te vas a quedar ahí, bajo la lluvia? —La voz amistosa de la mujer reconfortó a la estrella, la calmó: tenía la medida justa de preocupación y pragmatismo—. Podemos ofrecerte comida, si es comida lo que quieres. Tenemos un fuego encendido en el hogar, y suficiente agua caliente como para llenar una ba?era que te quitará el frío de los huesos.
—N-necesitaré ayuda para entrar… —balbuceó la estrella—. Mi pierna…
—Ay, pobrecita —dijo la mujer—. Haré que mi marido, Billy, te lleve dentro. Hay heno y agua fresca en el establo, para tu animal.
El unicornio miró nerviosamente a uno y otro lado cuando la mujer se acercó.
—Vamos, vamos, cari?o. No me acercaré demasiado. Al fin y al cabo, hace ya tiempo que no soy lo bastante doncella como para tocar un unicornio, y han pasado muchos a?os desde que vimos uno por estos lugares, porque aquí no recibimos muchas visitas, ya lo creo que no…
Inquieto, el unicornio siguió a la mujer hacia los establos, manteniéndose a distancia. Se dirigió hacia la cuadra más alejada y se echó sobre la paja seca; la estrella desmontó, empapada y desamparada.
Billy resultó ser un tipo de barba blanca, poco hablador. Llevó a la estrella hasta la posada y la hizo sentar en un taburete de tres patas, ante un crepitante fuego de le?a.
—Pobrecita —dijo la mujer del posadero, que les había seguido al interior—. Mírate más empapada que un hada de las aguas; fíjate qué charco estás dejando, y tu precioso vestido, cómo ha quedado, debes de estar calada hasta la médula…
Hizo salir a su esposo y ayudó a la estrella a quitarse el vestido empapado, que dejó colgado de un gancho junto al fuego, donde cada gota chasqueaba cuando caía sobre los ladrillos calientes del hogar.
Había una ba?era de zinc delante del fuego, y la mujer del posadero instaló un biombo de papel alrededor.
—?Cómo te gusta el ba?o —preguntó solícita—, caliente, muy caliente o hirviendo?
—No lo sé —dijo la estrella, desnuda con la sola excepción del topacio y la cadena de plata en la cintura; tenía la cabeza hecha un lío después de los extra?os acontecimientos que había sufrido—, es que nunca antes me he dado un ba?o.
—?Nunca? —La mujer del posadero pareció asombrada—. Vaya, pobrecita; bueno, pues no lo haremos demasiado caliente. Llámame si necesitas otra palangana de agua, tengo algo cociéndose en los fogones; y cuando hayas terminado el ba?o, te traeré vino caliente y unos nabos dulces asados.
Y antes de que la estrella pudiera reponer que ni comía ni bebía, la mujer ya se había marchado, dejándola en la ba?era, con la pierna rota entablillada sobresaliendo del agua y reposando sobre el taburete de tres patas. Al principio el agua estaba demasiado caliente, pero cuando se acostumbró a la temperatura empezó a relajarse y se sintió, por primera vez desde que cayó del cielo, completamente feliz.
—Eso está muy bien —dijo la mujer del posadero al volver—. ?Cómo te sientes ahora?
—Mucho, mucho mejor, gracias —dijo la estrella.
—?Y tu corazón? ?Cómo se siente tu corazón? —preguntó la mujer.
—?Mi corazón? —Era una pregunta extra?a, pero la mujer parecía realmente preocupada—. Se siente más feliz. Más tranquilo. Menos turbado.
—Bien. Eso está bien. Vamos a conseguir que te empiece a arder, ?eh? Que arda y brille dentro de ti.
—Estoy segura de que a su cuidado mi corazón arderá y brillará de felicidad —dijo la estrella.
La mujer del posadero se inclinó sobre ella y le tocó afectuosamente la barbilla con un dedo.
—Qué delicia, eres un encanto, qué cosas dices. —La mujer sonrió indulgente, y se pasó una mano por los cabellos manchados de gris. Colgó una bata mullida de un extremo el biombo—. Esto es para que te lo pongas al terminar el ba?o… ah, no, no hay ninguna prisa, pinchoncito… Ponte esto, bien calentito y seco; tu bonito vestido todavía estará húmedo un buen rato. Llámame cuando quieras salir de la ba?era y vendré a echarte una mano. —Entonces se inclinó y tocó a la estrella justo entre los pechos con un dedo frío. Y sonrió—. Un corazón bien fuerte —dijo.