Stardust - Polvo de estrellas

—También era bastante guapa como ninfa —reconoció.

 

—?Qué tipo de ayuda y socorro exactamente? —preguntó Tristran—. No es que me queje. A ver, yo ahora mismo necesito toda la ayuda posible. Pero un árbol no es precisamente el primer lugar donde uno iría a buscarla. No puede venir conmigo, ni darme de comer, ni devolverme la estrella, ni enviarnos de vuelta a Muro a ver a mi amor verdadero. Estoy seguro de que haría un gran trabajo si se tratara de ponerme a cubierto de la lluvia, si estuviera lloviendo, pero en estos momentos no llueve…

 

El árbol movió las hojas, sin dejarse impresionar.

 

—?Por qué no me cuentas tu historia hasta el momento —dijo el árbol—, y dejas que yo juzgue eso?

 

Tristran podía sentir cómo la estrella se alejaba cada vez más y más de él, a la velocidad de un unicornio al galope, y estuvo a punto de protestar, pues, si de algo no tenía tiempo, era de relatar las aventuras de su vida hasta el momento. Pero se dio cuenta de que todos los progresos que había hecho hasta entonces en su misión los había hecho aceptando la ayuda que le brindaban. Así que se sentó en el suelo del bosque y empezó a contar al haya todo cuanto se le ocurrió: su amor puro y verdadero por Victoria Forester; su promesa de traerle una estrella fugaz… no una cualquiera, sino la estrella que había visto caer, juntos, desde la cima de la colina de Dyties; y su viaje por el País de las Hadas. Habló al árbol de sus andanzas, del hombrecillo peludo y de las peque?as hadas que robaron a Tristran su bombín; le habló de la vela mágica, de su caminata saltando leguas y leguas hasta llegar junto a la estrella en el claro, y del león y el unicornio, y de cómo había perdido a la estrella.

 

Terminó su historia y se hizo el silencio. Las hojas color cobre del árbol temblaron ligeramente, como sacudidas por un agradable viento, y después con más fuerza, como si se acercara una tormenta. Entonces las hojas formaron una voz grave y fuerte que dijo:

 

—Si la hubieras tenido encadenada, y ella se hubiera librado de sus cadenas, ningún poder en el cielo o en la tierra podría hacer que te ayudara, aunque el gran Pan y la dama Sylvia en persona me lo rogaran. Pero la desataste, y por eso te ayudaré.

 

—Gracias —dijo Tristran.

 

—Te diré tres cosas verdaderas. Dos te las diré ahora, y la última cuando más lo necesites. Tú mismo deberás juzgar cuándo llega ese momento.

 

?Primero, la estrella corre un gran peligro. Lo que ocurre en un bosque pronto es sabido en sus límites, y los árboles hablan con el viento, y el viento remite la información al próximo bosque que encuentra. Hay fuerzas que quieren hacerle da?o, y cosas peores que da?o. Debes encontrarla y protegerla.

 

?Segundo, hay un camino que atraviesa el bosque, y un abeto al final; al lado de ese abeto (podría contarte cosas de él que harían sonrojar a una piedra) pasará un carruaje dentro de unos minutos. Si te das prisa, no lo perderás.

 

?Y tercero, extiende las manos.

 

Tristran alargó ambas manos. De las alturas, cayó lentamente una hoja del color del cobre, dando vueltas y tumbos en el aire. Aterrizó limpiamente en la palma de su mano derecha.

 

—Ya está —dijo el árbol—. Guárdala bien. Y escúchala cuando más lo necesites. Ahora, el carruaje está a punto de llegar. ?Corre! ?Corre!

 

Tristran cogió su bolsa y corrió y se metió la hoja en el bolsillo de la túnica. Podía oír el retumbar de unos cascos que se acercaban cada vez más. Sabía que no podría alcanzarlo a tiempo, desesperó de alcanzarlo, pero aun así corrió más deprisa, hasta que no pudo oír otra cosa que el latido de su corazón en el pecho y las orejas y el silbido del aire que absorbían sus pulmones. Atravesó como pudo los matorrales y llegó al camino justo cuando despuntaba el carruaje.

 

Era una diligencia negra tirada por caballos negros como la noche, conducida por un tipo pálido vestido con una túnica larga y negra. Estaba a veinte pasos de Tristran. él se mantuvo firme, resollando, e intentó llamar la atención, pero tenía la garganta seca, y no le quedaba aliento, y la voz se le había convertido en un graznido seco y susurrante. Intentó gritar y no hizo más que resollar.

 

El carruaje pasó por su lado sin detenerse.

 

Tristran se sentó en el suelo y recuperó el aliento. Entonces, temiendo por la estrella, se levantó y caminó tan rápido como pudo siguiendo el camino del bosque. No llevaba más de diez minutos andando cuando alcanzó al carruaje negro. Una rama enorme, tan grande como algunos de los árboles vecinos, había caído de un roble cerrando el camino, justo delante de los caballos, y el cochero, que también era el único ocupante del vehículo, intentaba apartarla del sendero.

 

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