Y con eso debió conformarse Tristran.
Anduvo la media legua que faltaba hasta el pueblo. No tenía posada, ya que estaba alejado de las rutas de los viajeros, pero la anciana rechoncha que se lo explicó insistió en que la acompa?ara hasta su caba?a, donde le ofreció un tazón de sopa de cebada con zanahorias y una jarrita de cerveza. Le entregó su pa?uelo a cambio de una botella de licor de bayas, un queso verde, y unos cuantos frutos poco familiares: blandos y aterciopelados, como albaricoques, pero del color azulino de las uvas, y olían un poco como las peras maduras. La mujer también le dio un peque?o haz de heno para el unicornio.
Volvió al prado donde había dejado a sus compa?eros mordisqueando uno de los frutos, que era jugoso, sabroso y bastante dulce. Se preguntó si la estrella querría probarlos, y si le gustarían cuando los probase. Anheló que se mostrase satisfecha con lo que le traía.
Al llegar, Tristran pensó que se había equivocado, y que se había perdido a la luz de la luna. No: era el mismo roble bajo el que la estrella se había sentado.
—?Hola? —llamó. Las luciérnagas se veían verdes y amarillas entre los setos y en las ramas de los árboles. No hubo réplica, y Tristran notó una sensación de náusea, de estupidez, en la boca del estómago—. ?Hola! —exclamó. Dejó de llamar, porque no había nadie que pudiera responderle.
Soltó el haz de heno y le dio una patada.
La estrella se dirigía al sudeste y avanzaba más deprisa de lo que él podía andar, pero aun así la siguió bajo la brillante luz de la luna. En su interior se sentía vacío e insensato; la culpa, la vergüenza y los remordimientos le susurraban que no debió de haberla desatado, sino atarla a un árbol, o llevarla con él al pueblo. Pensaba todo eso mientras caminaba; pero otra voz también le habló y le hizo comprender que, si no la hubiera desatado entonces, lo habría hecho en cualquier otro momento, más pronto que tarde, y ella hubiera huido igualmente.
Se preguntó si volvería a ver otra vez a la estrella, y tropezó con las raíces de los árboles viejos en las profundidades de los bosques. La luz de la luna se desvaneció lentamente bajo la capa de hojas y Tristran, después de tambalearse en vano entre la oscuridad, se echó debajo de un árbol, apoyó la cabeza sobre su bolsa, cerró los ojos y sintió lástima de sí mismo hasta que cayó dormido.
En un sendero rocoso de la monta?a, en la vertiente más al sur del Monte Barriga, la bruja reina frenó su carro tirado por dos machos cabríos, se detuvo y husmeó el aire helado. La miríada de estrellas colgaba en el cielo frío sobre su cabeza. Sus labios muy, muy rojos, se fruncieron en una sonrisa de tal belleza, de tal brillantez, de tal felicidad pura y perfecta, que de haberla visto se habría helado la sangre en las venas.
—Ya está —dijo—. Viene hacia mí.
Y el viento del puerto de monta?a aulló a su alrededor triunfalmente, a modo de respuesta.
Primus se sentó junto a las brasas de su fuego y tembló bajo el grueso abrigo. Uno de los corceles negros, despertándose o so?ando, relinchó y resopló, y después volvió a reposar. Primus notaba su cara extra?amente fría; echaba de menos su barba espesa. Con un palo, apartó una bola de arcilla de las brasas. Se escupió en las manos, partió en dos la arcilla caliente y olió la dulce carne de lirón que se había asado lentamente entre las brasas mientras él dormía. Comió meticulosamente su desayuno escupiendo los huesecillos en el círculo de la hoguera después de haberles roído toda la carne. Acompa?ó el lirón con un trozo de queso duro y lo regó todo con un vino blanco ligeramente agrio.
En cuanto hubo comido, se limpió las manos en la túnica y lanzó las runas para encontrar el topacio que designaba el dominio (que era, a todos los efectos, el trono) de las ciudades precipicio y las vastas propiedades de Stormhold. Lanzó y contempló, sorprendido, las peque?as tablillas cuadradas de granito rojo. Las recogió una vez más, las sacudió entre sus manos de largos dedos, las arrojó al suelo y las contempló de nuevo. Entonces Primus escupió a las brasas, que crepitaron perezosamente, y devolvió las runas a la bolsa que colgaba de su cinturón.
—Se mueve más rápido, más lejos —dijo Primus para sí.
Entonces orinó sobre las brasas, porque aquél era un territorio salvaje y había bandidos y ogros, y cosas aún peores, y no tenía deseo alguno de alertarlas sobre su presencia.