Stardust - Polvo de estrellas

—?Tú? ?Pero si estás muerta hace largo tiempo!

 

—Varias veces se ha dicho que las Lilim habían muerto, pero sólo han sido mentiras. La ardilla aún no ha encontrado la bellota de la que crecerá el roble que se cortará para construir la cuna del bebé que se hará mayor para matarme.

 

Unos destellos plateados chisporrotearon en las llamas mientras habló.

 

—Así que eres tú; has recuperado la juventud —suspiró madame Semele—. Y ahora yo también volveré a ser joven.

 

La dama de la túnica escarlata se levantó entonces y depositó el tazón con su porción de liebre en el fuego.

 

—No harás nada de eso —dijo—. ?Me has oído? En cuanto me vaya, olvidarás que me has visto. Olvidarás todo esto, incluso mi maldición, aunque su certeza te molestará y te ofenderá, como un picor en un miembro amputado hace tiempo. Y en el futuro, trata con mayor gracia y deferencia a tus invitados.

 

El tazón de madera prendió en llamas y, entonces, una enorme lengua de fuego ennegreció las hojas del roble que se alzaba sobre sus cabezas. Madame Semele sacó el tazón del fuego golpeándolo con un palo y lo apagó a pisotones, entre las hierbas.

 

—?Cómo es posible que se me haya caído este tazón en el fuego? —exclamó en voz alta—. Y mira, uno de mis bonitos cuchillos completamente quemado y arruinado. ?En qué estaría yo pensando?

 

No hubo respuesta. Camino abajo, oyó el redoble de algo que podrían ser las pezu?as de unos machos cabríos adentrándose en la noche. Madame Semele sacudió la cabeza para despejar la mente de polvo y telara?as.

 

—Me hago vieja —dijo al pájaro multicolor sobre su percha, que lo había observado todo y no había olvidado nada—. Me hago vieja. Y nada puede hacerse.

 

El pájaro se removió, incómodo. Una ardilla roja entró dudando un poco, en el círculo de luz de la hoguera. Recogió una bellota, la sostuvo un momento entre sus garras delanteras, tan parecidas a unas manos como si estuviera rezando; luego salió corriendo… enterró la bellota y la olvidó.

 

 

 

Mareamalsana es un peque?o pueblo costero construido con granito, una villa de abaceros y carpinteros y fabricantes de velas; de viejos marineros a los que faltan dedos y miembros que han abierto tabernas o han pasado sus días en ellas, con el pelo que les queda trenzado con brea y sus barbillas espolvoreadas de blanco desde hace mucho. No hay putas en Mareamalsana, ni nadie que se considere así, aunque siempre ha habido muchas mujeres que, bajo presión, se describirían como diversamente casadas, con un marido en este barco, anclado aquí cada medio a?o, y otro marido en aquel otro barco, que amarra en el puerto treinta días cada nueve meses. La matemática del asunto siempre ha complacido a la mayoría de la gente; si alguna vez falla y un hombre vuelve junto a su mujer mientras otro de sus maridos se encuentra residente, entonces se organiza una pelea… y las tabernas se encargan de consolar al perdedor. A los marineros no les importa este estado de cosas, porque saben que de esta manera habrá, al menos, una persona que se dará cuenta de que no regresan del mar y que lamentará su pérdida; y sus mujeres se contentan con la certeza de que sus maridos también les son infieles, porque la mar siempre conquista el afecto de un hombre, siendo a la vez madre y amante; y será ella quien lavará su cadáver, en el futuro, y lo convertirá en coral y marfil y perlas.

 

Fue a Mareamalsana adonde llegó una noche Primus, se?or de Stormhold, vestido todo de negro, con una barba tan seria y espesa como uno de los nidos de cigüe?a que adornaban las chimeneas del pueblo. Llegó en un carruaje tirado por caballos negros y se alojó en El Descanso del Marino, en la calle del Garfio. Se le consideró de lo más peculiar en sus peticiones y requerimientos, porque llevó su propia comida y bebida a sus habitaciones y la guardó cerrada con llave en un cofre de madera, que sólo abría para tomar una manzana, o un trozo de queso, o una copa de vino. Tenía la habitación más alta de El Descanso del Marino, un edificio empinado construido sobre un acantilado de roca, para facilitar el contrabando. Sobornó a varios golfillos del lugar para que le avisaran en cuanto alguien que no conocieran llegase al pueblo, por tierra o por mar; en particular, debían vigilar a un hombre muy alto, anguloso, de pelo oscuro, con una cara delgada y hambrienta y ojos inexpresivos.

 

—Primus ha aprendido a tomar precauciones —dijo Secundus a sus otros cuatro hermanos muertos.

 

—Bueno, ya sabes qué se dice —susurró Quintus, con la voz triste de los muertos, que ese día sonaba como olas distantes sobre la arena de la playa—, un hombre con Septimus a su espalda que se canse de mirar por encima del hombro es que se ha cansado de la vida.

 

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