Stardust - Polvo de estrellas

La bestia no dijo palabra, ni asintió ni golpeó el suelo con un casco. Pero se acercó a la estrella y se arrodilló a sus pies. Tristran la ayudó a montar. Ella se agarró con ambas manos a las crines enredadas y se sentó de lado, con la pierna rota sobresaliendo. Y así viajaron durante varias horas. Tristran caminaba a su lado, con la muleta de la estrella al hombro y su bolsa colgada del extremo. Le resultaba tan arduo viajar con la estrella montada sobre el unicornio como de la otra manera. Antes había tenido que caminar lentamente para seguir el paso renqueante de la estrella; ahora tenía casi que correr para seguir el paso del unicornio, temeroso de que se adelantara demasiado y que la cadena que les unía hiciese caer a la estrella del animal. Su estómago retumbaba mientras caminaba. Era dolorosamente consciente de lo hambriento que estaba; de tal modo que sólo era capaz de percibirse a sí mismo en tanto que ser famélico, rodeado de un poco de carne que caminaba tan rápido como podía, caminaba y caminaba…

 

 

Tropezó y supo que iba a caer.

 

—Por favor, detente —balbuceó.

 

El unicornio aminoró y se detuvo. La estrella contempló a Tristran. Entonces hizo una mueca y sacudió la cabeza.

 

—Más vale que subas tú también —dijo—. Si el unicornio te deja. Acabarás desmayándote, si no, y me arrastrarás contigo al suelo. Y tenemos que ir a alguna parte para que puedas comer.

 

Tristran asintió, agradecido.

 

El unicornio no ofreció oposición, esperó parado a que Tristran montara sobre él. Fue como intentar escalar una pared vertical, en vano. Por fin, Tristran condujo al animal hacia un haya que había sido arrancada a?os atrás por una tormenta —o por un vendaval, o por un gigante irritable— y, sosteniendo la bolsa y la muleta de la estrella, subió por las raíces hasta un tronco, para saltar desde allí sobre la grupa del unicornio.

 

—Hay un pueblo al otro lado de esa colina —dijo Tristran—. Supongo que encontraremos algo para comer cuando lleguemos.

 

Dio unas palmadas en el flanco del unicornio con la mano libre. El animal empezó a andar. Tristran pasó la mano por la cintura de la estrella, para conservar el equilibrio. Notó la textura sedosa de su delgado vestido y, bajo él, la cadena gruesa del topacio en su cintura.

 

Cabalgar un unicornio no es como cabalgar un caballo: no se movía como un caballo; era una carrera más salvaje y más extra?a. El unicornio esperó a que Tristran y la estrella estuvieran cómodamente instalados en su grupa, y entonces, lentamente, empezó a ganar velocidad. Los árboles pasaban como una exhalación a su lado. La estrella se inclinó hacia delante, con los dedos enredados entre las crines del unicornio; Tristran apretó los flancos del animal con las rodillas y, olvidando su hambre, simplemente rezó para que una rama perdida no le precipitara al suelo.

 

Pronto descubrió que disfrutaba con aquella experiencia. Cabalgar un unicornio tiene algo especial para la gente que todavía puede hacerlo, algo que no se parece a nada más: es excitante, embriagador y hermoso.

 

El sol se ponía cuando llegaron a las afueras del pueblo. En un prado, bajo un roble, el unicornio se detuvo y no quiso avanzar más. Tristran desmontó ruidosamente sobre la hierba. Tenía el trasero dolorido, pero con la estrella mirándolo y viendo que ella no se quejaba de nada, no se atrevió a masajearse.

 

—?Tú no tienes hambre? —preguntó a la estrella.

 

Ella no dijo nada.

 

—Mira —dijo él—, yo estoy famélico. Muerto de hambre. No sé si tú, si las estrellas, coméis… o qué coméis. Pero no estoy dispuesto a que te mueras de hambre. —La contempló inquisitivamente.

 

Ella lo miró, al principio impasible, pero enseguida se le llenaron los ojos azules de lágrimas. Se llevó una mano al rostro y se las secó dejando una mancha de barro en su mejilla.

 

—Sólo comemos oscuridad —dijo—, y sólo bebemos luz. Así que n-no estoy hambrienta. Me siento sola, asustada y t-triste, tengo frío y estoy prisionera, pero n-no tengo hambre.

 

—No llores —dijo Tristran—. Mira, iré al pueblo a buscar comida. Tú espera aquí. El unicornio te protegerá, si viene alguien.

 

 

 

Levantó los brazos y la ayudó con cuidado a desmontar. El unicornio sacudió las crines y empezó a mordisquear la hierba del prado, satisfecho. La estrella se tragó las lágrimas.

 

—?Que espere aquí? —preguntó levantando la cadena que les unía.

 

—Oh —dijo Tristran—. Dame la mano.

 

Ella se la alargó. él manipuló torpemente la cadena, intentando deshacerla, pero sin éxito.

 

—Mmm —murmuró Tristran. Hizo lo mismo con la que ataba su mu?eca, pero tampoco quiso soltarse—. Parece que los dos estamos bien atados.

 

La estrella se apartó el cabello del rostro, cerró los ojos y suspiró profundamente. Entonces, cuando volvió a abrirlos, de nuevo con pleno dominio de sí misma, dijo:

 

—Quizás haya que decir una palabra mágica.

 

—Yo no sé ninguna palabra mágica —contestó Tristran. Levantó la cadena, que brilló roja y púrpura a la luz del sol poniente—. ?Por favor? —probó. Hubo una vibración en el material, y pudo al fin sacársela de la mano—. Ya estamos —dijo, y entregó a la estrella el otro extremo de la cadena que la había mantenido prisionera—. Intentaré no tardar mucho. Y si las hadas empiezan a cantarte sus estúpidas cancioncillas por el amor de Dios, no les tires la muleta. Se la llevarían.

 

—No lo haré —dijo ella.

 

—Tengo que confiar, por tu honor de estrella, en que no echarás a correr en cuanto vuelva la espada.

 

Ella tocó su pierna entablillada.

 

—Estaré bastante tiempo sin poder echar a correr —soltó, irónicamente.

 

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