Aquella noche Tristran se terminó el pan duro que quedaba, y la estrella no cenó nada en absoluto. Había insistido en que esperasen junto al unicornio y Tristran no tuvo valor para negárselo.
Ahora el prado estaba envuelto en la negrura. El cielo sobre sus cabezas relucía con los parpadeos de mil estrellas; y la mujer estrella resplandecía también, como si la Vía Láctea la hubiera dejado impregnada de polvo estelar, mientras el unicornio relucía gentilmente en la oscuridad, como una luna vista entre las nubes. Tristran estaba echado junto al unicornio, y sentía cómo su corpachón irradiaba calor en la noche. La estrella estaba echada al otro lado de la bestia, y daba la impresión de que murmuraba una canción al oído del unicornio; Tristran deseó poder oírla mejor: el fragmento de melodía que distinguía era extra?o y fascinante, pero lo cantaba tan bajo que a duras penas podía percibirlo. Sus dedos tocaron la cadena que les unía: era fría como la nieve y tenue como la luz de la luna sobre una charca, o como un destello de luz sobre las escamas plateadas de una trucha cuando en el crepúsculo sube a la superficie a comer.
Enseguida se durmió.
La bruja reina seguía por un sendero de bosque, montada en su carro, golpeando con el látigo los costados de sus dos machos cabríos cuando aflojaban la marcha. Había distinguido el peque?o fuego del campamento que ardía junto al camino casi media legua atrás, y sabía, por el color de las llamas, que era un fuego hecho por su gente, porque los fuegos de bruja lucen unos colores inusuales. Así que hizo frenar a sus animales cuando llegó junto a la caravana gitana alegremente pintada, y junto al fuego de campamento, y junto a la vieja de cabellos de hierro sentada ante el fuego, quien vigilaba una liebre que se asaba sobre las llamas.
De la panza abierta de la liebre goteaba una grasa que caía crujiente y chisporroteante sobre el fuego; de allí se desprendían los aromas gemelos de carne asada y humo de le?a. Un pájaro multicolor se sostenía sobre una percha de madera junto a la vieja. Erizó las plumas y chilló alarmado al ver a la bruja reina, pero estaba encadenado a la percha y no podía huir.
—Antes de que tú digas nada —dijo la mujer de cabello gris—, debo decirte que sólo soy una vieja vendedora de flores, una anciana inofensiva que nunca ha hecho nada a nadie, y a la que la visión de una gran dama tan terrorífica como tú llena de ansia y temor.
—No te haré da?o —dijo la bruja reina.
La anciana entornó los ojos y contempló a la dama de la túnica roja de la cabeza a los pies.
—Eso dices ahora —exclamó—. Pero ?cómo sé que es verdad, una pobre viejecita como yo, que no hago más que temblar de la cabeza a los pies? Podrías planear robarme durante la noche, o algo peor.
Atizó el fuego con un palo y las llamas se alzaron. El olor a carne asada flotaba en el aire inmóvil de la noche.
—Juro —dijo la dama de la túnica roja— por las reglas y restricciones de la Hermandad a la que tú y yo pertenecemos, por la pujanza de las Lilim, y por mis labios, pechos y doncellez, que no pretendo hacerte ningún da?o, y que te trataré como si fueras mi propia invitada.
—Con eso me basta, tesoro —dijo la anciana, y su cara se partió en una sonrisa—. Ven, siéntate a mi lado. La cena estará lista en un periquete.
—De buena gana —dijo la dama de la túnica roja.
Los machos cabríos resoplaron y mordisquearon la hierba y las hojas junto al carro, y observaron con desagrado a las mulas atadas a un árbol, que durante el día tiraban de la caravana.
—Bonitos machos cabríos —dijo la anciana. La bruja reina inclinó la cabeza y sonrió modestamente. El fuego relució sobre la peque?a serpiente escarlata que le envolvía la mu?eca como un brazalete—. Veamos, querida, mis ojos ya no son lo que eran, pero ?me equivoco al suponer que uno de esos dos bravos animales empezó su vida sobre dos patas y no cuatro?
—Se sabe de casos parecidos —reconoció la bruja reina—. Ese espléndido pájaro tuyo, por ejemplo.
—Este pájaro regaló una de las joyas de mi muestrario a un inútil total hace casi veinte a?os. Y más vale no hablar de los problemas que me trajo después. Así que, ahora, es ave a menos que haya trabajo que hacer o que deba atender el tenderete; y si pudiera encontrar un empleado fuerte al que no asustara el trabajo duro, se quedaría convertida en pájaro para siempre.
El pájaro pió tristemente sobre su percha.
—Me llaman madame Semele —dijo la anciana.
?Te llamaban Sal Sosa cuando eras una mocosa?, pensó la bruja reina, pero dijo:
—Puedes llamarme Morwanneg. —Esto era prácticamente un chiste, porque Morwanneg significa ?ola del mar?, y su nombre verdadero hacía tiempo que se había hundido y perdido bajo el frío océano.