—Lo siento —dijo Tristran, inútilmente—. Puedo entablillártela; lo he hecho con las ovejas, no será nada. —Le apretó la mano, luego fue hacia el arroyo, mojó su pa?uelo en él y se lo entregó a la estrella para que se refrescara la frente.
Cortó más ramas caídas con su cuchillo. Luego se quitó el jubón y la camisa, y los rompió para hacer tiras con las que atar las ramitas, tan firmemente como pudo, alrededor de la pierna herida. La estrella no emitió sonido alguno mientras realizaba la operación, aunque cuando ató con firmeza el último nudo, a Tristran le pareció oír que gemía un poco.
—La verdad es que deberíamos llevarte a un especialista. Yo no soy médico ni nada.
—?No? —dijo ella secamente—. Me dejas de piedra.
La dejó reposar un poco al sol. Y entonces dijo:
—Más vale que volvamos a probar, supongo. —Y la ayudó a levantarse de nuevo.
Dejaron el claro cojeando; la estrella descansaba todo el peso sobre la muleta y el brazo de Tristran y se encogía de dolor a cada paso. Y cada vez que se encogía o le rechinaban los dientes, Tristran se sentía culpable e incómodo, pero se tranquilizó pensando en los ojos grises de Victoria Forester. Siguieron un sendero de ciervos a través del bosque de avellanos, mientras Tristran, que había decidido que lo correcto era conversar con la estrella, le preguntó cuánto hacía que era una estrella, si era agradable ser una estrella y si todas las estrellas eran mujeres, y le informó de que siempre había supuesto que las estrellas eran, como la se?ora Cherry les había ense?ado, bolas en llamas de gas en combustión, de muchos cientos de miles de kilómetros de diámetro; igual que el sol, sólo que más lejos. A todas estas preguntas y afirmaciones, ella no respondió.
—?Por qué caíste? —preguntó él—. ?Tropezaste con algo?
Ella se detuvo, se volvió y le contempló como si examinara algo muy desagradable a mucha distancia.
—No tropecé con nada —respondió ella al fin—. Me golpearon en un costado, con esto. —Buscó entre los pliegues de su vestido y sacó una gran piedra amarillenta, de la que colgaban dos pedazos de cadena—. Tengo un moratón en el lugar del golpe, el que me hizo caer del cielo. Y además ahora me veo obligada a llevarla conmigo.
—?Por qué?
Pareció que iba a responder, pero la estrella sacudió la cabeza, cerró los labios y no dijo nada más. Un arroyo chapoteaba a su derecha, siguiendo su mismo paso. El sol de mediodía brillaba sobre sus cabezas y Tristran se encontraba cada vez más hambriento.
Sacó el mendrugo de pan seco de su bolsa Gladstone, lo humedeció en el arroyo y lo partió exactamente por la mitad. La estrella inspeccionó el pan húmedo con desdén y no se lo metió en la boca.
—Te morirás de hambre —le advirtió Tristran.
Ella no dijo nada, tan sólo levantó un poco más la barbilla.
Continuaron a través de los bosques, progresando lentamente. Seguían un sendero de ciervos que subía por la ladera de una colina, por entre árboles caídos; el cerro se hizo tan empinado que amenazó con precipitar a la estrella caída y a su captor ladera abajo.
—?No hay un camino más fácil? —preguntó al fin la estrella, exasperada—. ?Algún otro sendero o un claro menos empinado?
En cuanto oyó la pregunta, Tristran supo la respuesta.
—Hay un camino a menos de una legua hacia allí —dijo—, y un claro hacia allá, al otro lado de la espesura.
—?Lo sabías?
—Sí. No. Bueno, lo he sabido cuando me lo has preguntado.
—Vayamos hacia el claro —propuso ella, y atravesaron la espesura como pudieron.
Les costó prácticamente una hora llegar al claro, pero el terreno, cuando lo alcanzaron, era tan plano y liso como un campo de fútbol. El espacio parecía haber sido despejado con un propósito, pero ?cuál podía ser ese propósito? Tristran no era capaz de imaginarlo.
En el centro del prado, sobre la hierba a cierta distancia de ellos, había una ornamentada corona de oro que brillaba bajo la luz del sol de la tarde. Tenía incrustadas piedras rojas y azules; ?rubíes y zafiros?, pensó Tristran. Estaba a punto de acercarse a la corona cuando la estrella le tocó el brazo y dijo: