Brevis no sabía de qué estaba hablando la mujer y abrió la boca para decírselo, pero ella alargó un dedo y le tocó el puente de la nariz, entre los ojos, y él descubrió que no podía decir nada de nada. La mujer chasqueó los dedos y Brevis y el macho cabrío se dieron prisa en colocarse entre las varas del carro; el chico se sorprendió al darse cuenta de que caminaba sobre cuatro patas y que no era más alto que el otro animal.
La bruja hizo restallar el látigo y su carro empezó a rodar por el barro del camino, tirando por un par de machos cabríos blancos, cornudos e idénticos.
El hombrecillo peludo se había llevado los harapos que antes habían sido la chaqueta, los pantalones y el chaleco de Tristran y lo había dejado envuelto en una manta, mientras él se dirigía a un pueblo situado en un valle entre tres colinas cubiertas de brezo.
Tristran, sentado y envuelto con la manta, esperaba. Unas luces parpadeaban en el espino blanco que tenía tras de sí. Creyó que eran luciérnagas u orugas, pero al examinarlas más de cerca, vio que eran personas diminutas, que chisporroteaban y saltaban de rama en rama. Tosió, educadamente. Una veintena de ojos diminutos le contemplaron. Varias de las criaturas desaparecieron. Otras se retiraron, ocultándose en la espesura del arbusto, mientras que un pu?ado, más valientes que las demás, se le acercaron. Empezaron a reír con unas vocecitas agudas como campanillas, se?alando a Tristran con el dedo, con sus botas deshechas y su manta, su ropa interior y su bombín. Tristran se sonrojó y se encogió bajo la manta.
Una de las personillas cantó:
Pataplís, pataplás,
el chico de la manta
a la carrera va a buscar
una estrella que es fugaz.
Pero ya descubrirá,
que a quien camina por el País de las Hadas
se le arrebata la manta
para ver si debajo hay truhán.
Y otra cantó:
Tristran Thorn
Tristran Thorn
no sabe por qué nació,
y una tonta promesa juró,
toda la ropa se le rompió,
y aquí abatido él se sentó.
Pronto sufrirá el desdén de su amada.
Wistran
Bistran
Tristran
Thorn.
—Largaos ya, insensatos —masculló Tristran, con la cara encendida, y al no tener nada más a mano les arrojó su bombín.
Por ese motivo, cuando el hombrecillo peludo regresó del pueblo de Jarana (aunque nadie sabía por qué se llamaba así, puesto que era un lugar oscuro y sombrío, y lo había sido desde tiempo inmemorial), halló a Tristran sentado junto a un espino blanco, envuelto en la manta, malhumorado y lamentando la pérdida de su sombrero.
—Han dicho cosas crueles de mi verdadero amor —dijo Tristran—. La se?orita Victoria Forester. ?Cómo se atreven?
—Las personillas se atreven con todo —dijo su amigo—. Y dicen muchas tonterías. Pero también dicen cosas de lo más juiciosas. Hazles caso bajo tu responsabilidad, e ignóralas si te conviene.
—Han dicho que pronto me enfrentaré al desdén de mi amada.
—?Eso dijeron? —El hombrecillo peludo estaba disponiendo diversas prendas sobre la hierba. Incluso a la luz de la luna, Tristran vio que aquella ropa no se parecía en nada a la que él mismo se había quitado hacía unas horas.
En el pueblo de Muro los hombres vestían de marrón, gris y negro; e incluso el pa?uelo más rojo vestido por el más rubicundo de los campesinos pronto quedaba descolorido por el sol y la lluvia y adquiría un tono más viril. Tristran contempló el carmesí, el amarillo canario y el bermejo de las prendas, que parecían dignas de los trajes que vestían los cómicos de la legua o de los que usaba su prima Joan para jugar a las adivinanzas, y dijo:
—?Y mi ropa?
—ésta es tu ropa, ahora —replicó el hombrecillo peludo, orgulloso—. He canjeado tus prendas. Esto es de mejor calidad; mira, no se rasga con tanta facilidad, no son unos harapos y, además, así no vas a desentonar tanto. Es lo que la gente viste por estos lares, ?sabes?