Se dirigió hacia el árbol más cercano, alto y pálido, parecido a un abedul, y lo pateó con fuerza. Cayeron unas hojas secas, y después algo blanco se precipitó de entre las ramas al suelo, con un susurro sordo. Tristran se acercó y lo examinó: era el esqueleto de un pájaro, limpio, blanco y seco. El hombrecillo sintió un escalofrío.
—Podría enrocarme —le dijo a Tristan—, pero no hay nadie con quien me pueda enrocar que estuviera aquí en mejor situación que nosotros… No podemos escapar volando, mira lo que le ha pasado a éste… —Rozó un esqueleto con un pie muy parecido a una pata—. Y la gente como tú no ha aprendido a cavar madrigueras… aunque eso tampoco nos solucionaría gran cosa…
—Quizá podríamos armarnos —dijo Tristran.
—?Armarnos?
—Antes de que vengan.
—?Antes de que vengan? ?Si ya están aquí, cabeza de alcornoque! Son los mismísimos árboles. Estamos en un bosque hura?o.
—?Bosque hura?o?
—Es culpa mía… debí prestar más atención. Ahora tú nunca conseguirás tu estrella, y yo nunca obtendré mi mercancía. Algún día, otro pobre desgraciado se perderá en el bosque y encontrará nuestros esquélitos más limpios que los chorros del oro, y adió muy buenas.
Tristran miró a su alrededor. En la penumbra parecía que los árboles realmente se apretaban, aunque de hecho no vio moverse nada. Se preguntó si el hombrecillo había perdido la cabeza, o si se imaginaba cosas.
Algo le aguijoneó la mano izquierda. Lo golpeó y bajó la mirada, esperando encontrar un insecto, pero vio una hoja amarilla y pálida que cayó al suelo con un ligero crujido. Tenía un ara?azo, sangre fresca en el dorso de la mano. El bosque susurraba a su alrededor.
—?Hay algo que podamos hacer? —preguntó Tristran.
—No se me ocurre nada. Si supiéramos dónde está el camino verdadero…, ni siquiera un bosque hura?o puede destruir un camino verdadero. Sólo ocultárnoslo, apartarnos de él…
El hombrecillo se encogió de hombros y suspiró. Tristran levantó la mano y se frotó la frente.
—Yo… ?yo sé dónde está el camino! —dijo. Se?aló con el dedo—. Está por ahí.
Los ojos negros del hombrecillo brillaron.
—?Estás seguro?
—Sí, se?or. A través de ese matorral y un poco hacia la derecha. Ahí está el camino.
—?Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—Muy bien. ?Vamos!
El hombrecillo agarró su fardo y echó a correr lo bastante despacio como para que Tristran, con la bolsa de cuero golpeándole las piernas, el corazón latiendo desbocado y el aliento entrecortado, pudiera seguirle el ritmo.
—?No! Por ahí no… ?a la izquierda! —gritó Tristran.
Ramas y espinas desgarraron su ropa. Corrían en silencio. Los árboles parecían haberse dispuesto formando una muralla; las hojas caían alrededor de Tristran en remolinos que le aguijoneaban y ara?aban la piel, cortaban y deshilachaban su ropa. Subió como pudo por la colina, apartando las hojas con la mano libre y las ramas con la bolsa.
El silencio fue roto por algo que gemía. Era el hombrecillo peludo. Se había quedado inmóvil y, con la cabeza echada hacia atrás, había empezado a aullar al cielo.
—ánimo —dijo Tristran—. Ya casi estamos.
Cogió la mano libre del hombrecillo peludo y empezó a arrastrarle. Y de pronto se hallaron en medio del camino verdadero: un sendero verde que atravesaba el bosque gris.
—?Estamos seguros aquí? —preguntó Tristran.
—Estaremos seguros mientras no salgamos del camino —afirmó el hombrecillo peludo, que dejó su fardo en el suelo, se sentó sobre la hierba del camino y contempló los árboles que les rodeaban.
Los árboles pálidos temblaron, aunque no soplaba ningún viento, y a Tristran le pareció que era por la rabia. Su compa?ero había empezado a tiritar, sus dedos peludos acariciaban obsesivamente la hierba verde. Miró a Tristran.
—Supongo que no debes llevar encima ninguna botella que anime el espíritu, ?verdad? ?O quizás una buena taza de té dulce y caliente?
—No —contestó Tristran—. No espíes.
Tristran se volvió de espaldas y oyó cómo el otro hurgaba dentro del saco. Después percibió el sonido del candado cerrándose nuevamente.
—Ya puedes volverte, si quieres.
El hombrecillo sostenía un frasquito de esmalte. Intentaba sin éxito desenroscar el tapón.
—Hum. ?Quieres que te ayude con eso? —Tristran esperaba que el hombrecillo no se ofendiera por su ofrecimiento. No hubo problema alguno: su compa?ero le entregó rápidamente el recipiente.
—Adelante —dijo—. Tú tienes los dedos que hacen falta para esto.
Tristan destapó el frasco: olió algo embriagador, como miel mezclada con humo de madera y clavo. Devolvió el frasquito a su compa?ero.
—Es un crimen beber algo tan raro y bueno como esto de la botella —espetó el hombrecillo peludo. Desató la taza de madera que llevaba colgada del cinturón y, temblando, se sirvió una peque?a cantidad de líquido color ámbar. Aspiró sus efluvios, dio un peque?o trago y después sonrió con unos dientes peque?os y afilados—. Aaahhhh. Mucho mejor.
Entregó la taza a Tristran.