El hombrecillo (si es que hombre era, cosa que Tristran encontraba bastante improbable) suspiró dolorosamente, acercó el cuchillo a la sartén que chisporroteaba al fuego e hizo saltar dos grandes champi?ones al cuenco de latón de Tristran. éste sopló sobre ellos y se los comió con los dedos.
—Mírate —dijo el hombrecillo peludo. Su voz era una mezcla de orgullo y melancolía—. Te comes esos champipones como si te gustasen, como si no supiesen a serrín, carcoma y ruda.
Tristran terminó y aseguró de nuevo a su benefactor que aquéllos eran los mejores champi?ones que había tenido nunca el privilegio de comer.
—Eso lo dices ahora —dijo su anfitrión relamiéndose—, pero no lo dirás dentro de una hora. Sin duda te sentarán mal, como le sentó mal a la mujer del pescador que su hombre intimara con una sirena. Aquello pudo oírse desde Garamond hasta Stormhold. ?Menudo lenguaje!, casi me puso las orejas azules, te lo aseguro. —El peque?o personaje peludo suspiró profundamente—. Y hablando de tripas —a?adió—, yo voy a vaciar las mías tras ese árbol de ahí. ?Me harás el gran honor de vigilar este fardo que llevo? Te quedaré agradecido.
—Por supuesto —dijo Tristran, educadamente.
El hombrecillo peludo desapareció tras un roble; Tristran oyó algunos gru?idos y su nuevo amigo reapareció diciendo:
—Ya está. Conocí a un hombre en Paflagonia que se tragaba una serpiente viva cada ma?ana al levantarse. Siempre decía que estaba seguro de una cosa: que no podría ocurrirle nada peor en todo el día. Pero le hicieron comer un tazón de ciempiés peludos antes de colgarle, así que posiblemente se equivocaba.
Tristran se excusó. Orinó al pie del roble. Había un montoncito de excrementos al lado del árbol, que sin duda no habían sido producidos por ningún ser humano. Parecían cagarrutas de ciervo o de conejo.
—Me llamo Tristran Thorn —dijo Tristran, al volver.
Su compa?ero de desayuno lo había empaquetado todo —el fuego, la sartén; todo—, y lo había hecho desaparecer dentro de su fardo. Se quitó el sombrero, lo apretó contra su pecho y miró a Tristran.
—Encantado —respondió.
Golpeteó un costado de su fardo. Llevaba escrito: ENCANTADO, EMBELESADO, EL HECHIZADO y CONFUSTIGADO.
—Antes estaba confustigado —le confió—, pero ya sabes cómo son estas cosas.
Y con estas palabras empezó a caminar. Tristran lo siguió como pudo por el sendero.
—?Hey! ?Caramba! —exclamó Tristran—. Ve más despacio, ?quieres?
A pesar del enorme fardo (que recordó a Tristran la carga de Christian en El progreso del peregrino, un ligero que la se?ora Cherry les leía cada luna por la ma?ana, diciéndoles que, aunque lo había escrito un calderero, era igualmente un buen libro), el hombrecillo (?Encantado? ?Se llamaba así?) se alejaba con más rapidez que una ardilla sube a un árbol. La criatura desanduvo rápidamente el camino.
—?Ocurre algo? —preguntó.
—No puedo seguirte —confesó Tristran—. Caminas demasiado deprisa…
El hombrecillo peludo aminoró la marcha.
—Te pido discúlipas —dijo, mientras Tristran tropezaba tras él—. Como casi siempre voy solo, estoy acostumbrado a seguir mi propio ritmo.
Anduvieron a la par, bajo la luz verde y dorada que filtraba el sol por entre las hojas recién nacidas. Era una luz, observó Tristran, que sólo se da en la primavera. Se preguntó si habrían dejado el verano tan atrás como octubre. De vez en cuando, Tristran comentaba un destello de color en un árbol o un arbusto, y el hombrecillo peludo decía algo como:
—Martín pescador. El Se?or Paraíso, lo llamaban. Bonito pájaro.
O:
—Colibrí púrpura. Bebe el néctar de las flores. Flota.
O:
—Pinzones. Mantiene la distancia, pero no vaya a espiarles o a buscar problemas, porque con esos canallas los encontrarás.
Se sentaron junto a un riachuelo para comer. Tristran sacó la barra de pan y el queso —duro, ácido y desmenuzado— que su madre le había dado y las manzanas maduras y rojas. Y aunque el hombrecillo lo contempló todo con mirada de desconfianza, también lo devoró, y apuró las migas de pan y queso de sus dedos, y masticó ruidosamente la manzana. Entonces llenó una tetera con agua del riachuelo y la hirvió para hacer té.
—?Y si me explicas tu historia? —dijo el hombrecillo peludo cuando se sentaron en el suelo para beber el té.
Tristran meditó unos momentos, y después dijo:
—Vengo del pueblo de Muro, donde vive una joven dama llamada Victoria Forester, que no tiene igual entre las mujeres, y es a ella, y sólo a ella, a quien he entregado mi corazón. Su cara es…
—?Tiene los complejos normales? —preguntó la peque?a criatura—. ?Ojos?, ?nariz?, ?dientes? ?Todo lo normal?
—Claro.
—Muy bien, puedes saltarte todo eso —dio el hombrecillo peludo—. Lo daremos por supuesto. ?Qué maldita tontería te ha hecho jurar esa joven dama?
Tristran dejó en el suelo su taza de madera y se levantó, ofendido.
—?Qué puede haberte hecho imaginar —preguntó empleando un indudable tono altivo y cargado de desdén— que mi amada me ha enviado a cumplir alguna insensata misión?