Stardust - Polvo de estrellas

Una pregunta como ??Cuán grande es el País de las Hadas?? no admite una respuesta sencilla, pues, al fin y al cabo, no es una tierra, un principado o un dominio. Los mapas del País de las Hadas no son de fiar y no hay que tomárselos demasiado en serio.

 

Hablamos de los reyes y reinas del País de las Hadas como hablaríamos de los reyes y reinas de Inglaterra. Pero éste es mayor que Inglaterra, e incluso mayor que el mundo, porque, desde el alba de los tiempos, todas las tierras que han sido forzadas a quedar fuera del mapa por exploradores y valientes que querían demostrar que éstas no existían, se han refugiado en el País de las Hadas; por lo tanto, ahora, cuando escribimos sobre ella, es un lugar realmente enorme que contiene todo tipo de paisajes y terrenos. Aquí, sin duda alguna, hay dragones. Y también grifos, guivernos, hipogrifos, basiliscos e hidras. También hay todo tipo de animales más conocidos, como gatos afectuosos y distantes, perros nobles y cobardes, lobos y zorros, águilas y osos.

 

En el corazón de un bosque tan espeso que casi era una selva había una peque?a casa, hecha de paja y maderas y arcilla gris, que presentaba un aspecto de lo más inquietante. Un peque?o pájaro amarillo estaba posado en su percha dentro de una jaula que había ante la casa. No cantaba, tan sólo permanecía allí parado, tristemente, con las plumas encrespadas y descoloridas. Había una puerta en la fachada cuya pintura, antiguamente blanca, se estaba desprendiendo. En su interior, la casita consistía en una sola habitación; sin divisiones. Carne ahumada y salchichas colgaban de las vigas, junto a un cocodrilo marchito. Un fuego de turba ardía humeante en el gran hogar que había contra una pared, y un hilo de humo salía de la chimenea, arriba. Había tres mantas sobre tres camas adornadas: una grande y vieja, las otras dos un poco más que camastros. Se veían útiles de cocina y una gran jaula de madera, al parecer vacía, en otro rincón. Las ventanas estaban demasiado sucias como para ver a través de ellas, y a todos los objetos los cubría una capa espesa de polvo oleaginoso.

 

Lo único que estaba limpio en toda la casa era un espejo de cristal negro, tan alto como un hombre alto, tan ancho como la puerta de una iglesia, que estaba apoyado contra una pared. La casa pertenecía a tres mujeres ancianas. Se turnaban para dormir en la gran cama, para preparar la cena, para disponer trampas en el bosque con las que capturaban peque?os animales, para sacar agua del pozo profundo que había detrás de la casa.

 

Las tres ancianas hablaban poco.

 

Había otras tres mujeres en la casita. Eran delgadas, de pelo oscuro, y se divertían. La sala donde habitaban era varias veces mayor que la casita; el suelo era de ónice, y las columnas de obsidiana. Había un jardín tras ellas, abierto al cielo, y las estrellas colgaban del cielo nocturno. Una fuente canturreaba en el jardín, el agua brotaba y caía sobre la estatua de una sirena en pleno éxtasis, con la boca bien abierta. Agua limpia y negra manaba de su boca, y caía en el estanque a sus pies, haciendo temblar y vacilar las estrellas.

 

Las tres mujeres, así como su aposento, estaban dentro del espejo negro.

 

Las tres viejas eran las Lilim, la bruja reina, sola en el bosque. Las tres mujeres del espejo también eran las Lilim, pero si eran las sucesoras de las ancianas, o sus sombras, o si únicamente la humilde casita de los bosques era real, o si, en alguna parte, las Lilim también vivían en una sala negra, con una fuente en forma de sirena canturreando en el jardín de estrellas, nadie lo sabía con certeza, y nadie podía decirlo excepto las Lilim.

 

Ese día, una anciana regresó de los bosques cargando un armi?o, en cuya garganta había una mancha roja. Lo depositó sobre el polvoriento tocón de madera y cogió un cuchillo afilado. Hizo cortes circulares alrededor de las patas y el cuello, y entonces, con su sucia mano, arrancó la piel a la criatura, como si arrancara el pijama a un ni?o, y volvió a depositar el despojo desnudo sobre la mesa.

 

—?Entra?as? —preguntó, con una voz temblorosa.

 

La más menuda, vieja y desali?ada de las mujeres, meciéndose adelante y atrás en una mecedora, dijo:

 

—Ya puestos…

 

La primera anciana agarró el armi?o por la cabeza y lo cortó desde el cuello hasta el bajo vientre. Sus entra?as se desparramaron sobre el tajo, rojas y púrpura y violáceas, intestinos y órganos vitales como joyas húmedas sobre la madera polvorienta. La mujer chilló:

 

—?Venid pronto! ?Venid pronto! —Entonces movió delicadamente las entra?as con su cuchillo, y chilló de nuevo.

 

La vieja de la mecedora se levantó trabajosamente.

 

(En el espejo, una mujer morena se desperezó y se levantó de su diván).

 

La última anciana, que volvía del excusado, llegó corriendo desde los bosques.

 

—?Qué? —preguntó—. ?Qué pasa?

 

(En el espejo, una tercera joven se unió a las otras dos. Sus pechos eran peque?os y turgentes, y sus ojos oscuros).

 

—Mirad —gesticuló la primera anciana, apuntando con el cuchillo.

 

Sus ojos eran del gris sin color de la edad extrema —la más vieja de ellas estaba casi ciega— y examinaron atentamente los órganos sobre la tabla.

 

—Al fin —soltó una de ellas.

 

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