—Ya era hora —dijo otra.
—?Cuál de nosotras irá a buscarla, entonces? —preguntó la tercera.
Las tres mujeres cerraron los ojos y tres manos viejas revolvieron las entra?as del armi?o.
Una mano vieja se abrió.
—Tengo un ri?ón.
—Tengo su hígado.
La tercera mano se abrió. Pertenecía a la más vieja de las Lilim.
—Tengo su corazón —dijo, triunfalmente.
—?Cómo viajarás?
—Con nuestro viejo carro, tirado por lo que encuentre en el cruce de caminos.
—Necesitarás algunos a?os.
La más vieja asintió.
La más joven, la que había venido del excusado, anduvo con dolorosa lentitud, hasta una alta e inestable cómoda, y se agachó. Sacó una caja oxidada de hierro del último cajón y la llevó junto a sus hermanas. La caja estaba atada con tres pedazos de cordel viejo, cada uno con un nudo distinto. Cada una de las mujeres deshizo su propio nudo, y la que había traído la caja levantó la tapa. Algo brillaba, dorado, en el fondo.
—No queda mucho —suspiró la más joven de las Lilim, que ya era vieja cuando el bosque donde vivían todavía estaba bajo el mar.
—Entonces, suerte que hemos encontrado otra, ?no? —dijo la más vieja, cáustica, y enseguida metió una garra en la caja. Algo dorado intentó evitar su mano, pero ella lo agarró, mientras se retorcía y relucía, abrió la boca y se lo tragó.
(En el espejo, tres mujeres miraban).
Hubo un temblor y un tambaleo en el centro de todas las cosas.
(Ahora sólo había dos mujeres mirando desde el espejo).
En la casita, dos viejas contemplaban, con unas expresiones en sus caras que mostraban tanto envidia como esperanza, a una mujer alta y atractiva de pelo negro, ojos oscuros y labios muy, muy rojos.
—Cielos —dijo ella—, este lugar está hecho un asco.
Se dirigió hacia la cama. Al lado había un gran baúl de madera cubierto por un tapiz descolorido. Arrancó el tapiz y abrió el baúl, y hurgó en su interior.
—Manos a la obra —dijo, sacando del baúl un vestido escarlata.
Lo puso sobre la cama y empezó a arrancarse los harapos que había vestido como anciana. Sus dos hermanas contemplaron famélicas su cuerpo desnudo.
—Cuando vuelva con su corazón, habrá a?os de sobra para todas nosotras —dijo la mujer hermosa, observando con desdén las barbillas peludas y los ojos huecos de sus hermanas. Se puso un brazalete escarlata en la mu?eca, en forma de una peque?a serpiente con la cola entre las fauces.
—Una estrella —dijo una de sus hermanas.
—Una estrella —repitió la segunda.
—Exacto —dijo la bruja reina, colocándose en la frente una diadema de plata—. La primera en doscientos a?os. Y yo la traeré para nosotras. —Se lamió los labios escarlata con su larga lengua roja.
—Una estrella caída —dijo.
Era de noche en el claro junto al estanque y el cielo estaba lleno de incontables estrellas. En las hojas de los olmos brillaban las luciérnagas, y también en los helechos y los matorrales, parpadeando como las luces de una extra?a y lejana ciudad. Una nutria se zambulló en el arroyo que alimentaba el estanque. Una familia de armi?os correteó por el prado hasta llegar al agua para beber. Un ratón encontró una avellana caída y empezó a roer la cáscara dura con unos afilados incisivos que nunca dejaban de crecer, no porque tuviera hambre, sino porque era un príncipe bajo un hechizo que no podría recuperar su verdadera forma hasta que hubiera mascado la Avellana de la Sabiduría. Pero su excitación lo volvió descuidado, y sólo la sombra que ocultó la luna le advirtió del descenso de un enorme búho gris que atrapó al ratón entre sus garra afiladas y volvió a alzarse hacia la noche. El ratón soltó la avellana, que cayó al arroyo y fue arrastrada hasta que un salmón se la tragó. El búho se zampó al ratón en un par de segundos y dejó que sólo le asomara la cola por el pico, como el cordón de una bota. Algo resolló y gru?ó mientras el búho se abría paso por entre los arbustos.
?Debe de ser un tejón —pensó el búho, que también sufría una maldición, y sólo recuperaría su verdadera forma si se comía un ratón que se hubiera comido la Avellana de la Sabiduría—, o quizás un oso peque?o?.
Las hojas crujieron, el agua se rizó y el claro se llenó de luz, una luz blanca y pura que se hizo más y más brillante. El búho la vio reflejada en el estanque, una cosa ardiente, deslumbradora de pura luz, tan brillante que el animal se asustó y huyó a otra parte del bosque. Las bestias salvajes miraron a su alrededor aterrorizadas. Primero la luz del cielo no parecía mayor que la luna, luego pareció más grande, infinitamente más grande, y todo el claro tembló y se estremeció y todas las criaturas contuvieron la respiración y las luciérnagas brillaron más de lo que habían brillado en toda su vida, convencidas de que esto, finalmente, era el amor, aunque no les sirvió de nada…