Stardust - Polvo de estrellas

El hombrecillo se lo quedó mirando con unos ojos como cuentas de azabache.

 

—Porque es la única razón por la cual un chico como tú sería lo bastante estúpido como para cruzar la frontera del País de las Hadas. Los únicos que vienen aquí desde vuestras tierras son los juglares, los amantes y los locos. Tú no tienes aspecto de juglar y eres (perdona que te lo diga, chico, pero es la verdad) tan vulgar y corriente como las migas de queso. Así que debe de ser amor, creo yo.

 

—Porque —anunció Tristran— todo amante tiene corazón de loco y cabeza de juglar.

 

—?De veras? —preguntó el hombrecillo, dudoso—. Nunca me había fijado. O sea que tenemos a una joven dama. ?Te ha enviado aquí en busca de fortuna? Eso era muy popular; cada dos por tres topaba uno con jovencitos vagando por todas partes, buscando el tesoro que a algún pobre dragón u ogro le había costado siglos y más siglos acumular.

 

—No. Fortuna no. Es más bien por una promesa que hice a la dama que he mencionado. Estábamos… hablando, y yo le prometía cosas, y vi una estrella fugaz y le prometí que se la traería. Cayó… —movió un brazo en dirección hacia una cordillera monta?osa, más o menos hacia donde salía el sol—… por allí.

 

El hombrecillo peludo se rascó la barbilla. O el hocico; podría haber sido perfectamente un hocico.

 

—?Sabes lo que haría yo?

 

—No —respondió Tristran, mientras la esperanza le inundaba el pecho—. ?Qué?

 

El hombrecillo se secó las narices.

 

—Le diría que fuera a enterrar la cara en la pocilga y me buscaría otra que me besara sin pedirme todo el planeta por ello. Seguro que encuentras alguna. En las tierras de donde vienes, no puedes tirar un ladrillo sin acerar a alguna chica.

 

—?No existe ninguna otra chica! —exclamó Tristran, definitivamente.

 

El hombrecillo resopló, ambos recogieron todas sus cosas y volvieron a emprender la marcha.

 

—?Lo dices de verdad? —dijo el hombrecillo—. ?Lo de la estrella caída?

 

—Sí —contestó Tristran.

 

—Bueno, yo no iría contándolo a los cuatro vientos, la verdad —dijo el hombrecillo—. Los hay que estarían morbosamente interesados en esa información. Más vale que te lo calles. Pero nunca mientas.

 

—?Qué debo decir, entonces?

 

—Bueno —dijo él—, por ejemplo, si te preguntan de dónde vienes, puedes decir ?del camino que hay detrás de mí?, y si te pregunta adónde vas, puedes decir ?hacia el camino de delante?.

 

—Ya veo —aseveró Tristran.

 

El sendero por el que avanzaban se hizo más difícil de distinguir. Una brisa fría alborotó el pelo de Tristran y tuvo un escalofrío. El sendero les llevó a un bosque gris de abedules delgados y pálidos.

 

—?Crees que la estrella estará muy lejos? —preguntó Tristran.

 

—?Cuántas leguas hasta Babilonia? —dijo el hombrecillo retóricamente—. Este bosque no estaba aquí la última vez que pasé por este camino.

 

—?Cuántas leguas hasta Babilonia —recitó Tristran para sí, mientras cruzaban el bosque gris—. Tres veces cinco leguas y no mil / ?Puedo llegar allí a la luz de un candil? / Sí, y también puedo volver. / Si eres ágil de cabeza y pies, / puedes llegar allí y luego volver?.

 

—Eso mismo —dijo el hombrecillo peludo, moviendo la cabeza de lado a lado, como si estuviera preocupado o nervioso.

 

—Sólo es una nana —apuntó Tristran.

 

—??Sólo es una nana…?! Bendito sea, hay personas a este lado de la pared que darían siete a?os de duro trabajo por esa cancioncilla. Y allí de donde tú vienes la cantan a los bebés junto con el ?Duérmete ni?o? y el ?Arrorró?, sin pensárselo dos veces… ?No estás helado, chico?

 

—Ahora que lo dices, sí, tengo un poco de frío.

 

—Mira a tu alrededor. ?Puedes ver el camino?

 

Tristran parpadeó. El bosque gris se tragaba la luz, el color y la distancia. Creía que estaban siguiendo un sendero, pero ahora que intentaba distinguirlo resplandeció y se desvaneció como una ilusión óptica. Había tomado este árbol, ese otro y aquella roca como indicadores del camino… ?pero no lo había! Sólo la sombra, y el crepúsculo, y los árboles pálidos.

 

—Ahora sí que estamos listos —dijo el hombre peludo, con un hilo de voz.

 

—?Echamos a correr? —Tristran se quitó el bombín y lo sujetó ante sí.

 

El hombrecillo sacudió la cabeza.

 

—No serviría de mucho —dijo—. Hemos caído en la trampa y seguiremos dentro de ella aunque corramos.

 

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