Al amanecer, tres de los se?ores de Stormhold descendían por un escarpado camino de monta?a en una diligencia tirada por seis caballos negros. éstos iban adornados con plumas negras, la diligencia estaba recién pintada de negro y los se?ores de Stormhold iban vestidos de riguroso luto.
Primus llevaba una túnica larga, negra, monacal; Tertius iba ataviado con el sobrio traje de luto de un mercader; mientras que Septimus vestía un jubón y calzas negras y un sombrero negro con una pluma negra, era la viva imagen de un asesino salido de una obra de teatro isabelina.
Los se?ores de Stormhold se observaban entre sí, uno expectante, otro cauteloso y otro inexpresivo. NO decían nada; aunque si hubiera sido posible formar alianzas, Tertius podría haberse unido a Primus contra Septimus. Pero ninguna alianza era viable.
El carruaje producía un continuo triquitraque y se sacudía de un lado a otro; sólo se detuvo una vez para que los tres se?ores pudieran aliviar la vejiga y enseguida reanudó su vaivén colina abajo.
Los tres se?ores habían depositado los restos de su padre en la Sala de los Antepasados. Sus hermanos muertos los contemplaban desde las puertas de la Sala, sin decir nada. Hacia el anochecer, el cochero gritó ??Desvíoalanada!?, e hizo detener sus caballos ante una posada sórdida, construida contra lo que parecían las ruinas de la casa de un gigante. Los tres se?ores de Stormhold salieron de la diligencia y estiraron las piernas entumecidas. Diversos rostros los contemplaron a través de las gruesas ventanas de la posada.
El posadero, que era un gnomo colérico muy mal dispuesto, asomó la nariz por la puerta.
—Habrá que airear las camas y poner un estofado de cordero al fuego —ordenó.
—?Cuántas camas habrá que airear? —preguntó Letitia, la sirvienta, desde las escaleras.
—Tres —dijo el gnomo—. Apuesto a que harán dormir a su cochero con los caballos.
—Pues nada, sólo tres —susurró Tilly, la camarera, a Lacey, el palafranero—. Aunque se ve claramente que hay siete caballeros al lado de la diligencia.
Efectivamente, cuando los se?ores de Stormhold entraron sólo eran tres, y además anunciaron que su cochero dormiría en los establos.
La cena consistió en un estofado de cordero y panecillos recién hechos que exhalaban un hilo de vapor al partirse; cada uno de los se?ores bebió una botella del mejor vino de Baragundia, y se aseguraron de que las abrieran en su presencia, porque ninguno de ellos quería compartir botella con los otros dos, ni tan sólo permitir que el vino se escanciara en una copa, cosa que escandalizó al gnomo, que opinaba —aunque no lo dijo de modo que sus huéspedes pudieran oírle— que al vino se le debía dejar respirar.
El cochero devoró un plato de estofado, bebió dos jarras de cerveza y se fue a dormir a los establos. Los tres hermanos subieron a sus habitaciones respectivas y atrancaron las puertas.
Tertius había dado una moneda de plata a Letitia la sirvienta cuando ésta le trajo el calentador para la cama, y no se sorprendió nada al oír, poco antes de medianoche, cuando todo estaba en silencio, que llamaban a su puerta.
La muchacha vestía un camisón blanco de una pieza, hizo una reverencia cuando él abrió la puerta y sonrió, tímidamente. Traía una botella de vino. Tertius cerró la puerta y la llevó hasta la cama, donde, después de quitarle el camisón y de haber examinado su cara y su cuerpo a la luz de una vela, y de besarla en la frente, los labios, los pezones, el ombligo y los dedos de los pies, y de apagar la vela, le hizo el amor sin decir palabra. Al cabo de un rato, gru?ó y se quedó inmóvil.
—Bueno, cari?o, ?te ha gustado? —preguntó Letitia.
—Sí —dijo Tertius cautelosamente, como si las palabras de ella escondieran una trampa—. Me ha gustado.
—?Querrás un poco más antes de que me vaya?
Como respuesta, Tertius se?aló entre sus piernas. Letitia rio.
—Podemos volver a levantarla en un periquete —dijo.
Abrió la botella de vino que había traído, que estaba a un lado de la cama, y se la ofreció a Tertius. él sonrió, bebió un par de tragos y la abrazó de nuevo.
—Seguro que te sienta de maravilla —le dijo ella—. Bueno, cari?o, esta vez deja que te ense?e cómo me gusta a mí… Pero ?qué te ocurre?
El se?or Tertius de Stormhold se retorcía de dolor en la cama con los ojos desorbitados y la respiración entrecortada.
—Ese vino… —boqueó—. ?De dónde lo has… sacado…?
—Tu hermano —contestó Letty—. Me lo encontré en la escalera. Me dijo que era un gran reconstituyente, capaz de poner tieso a cualquiera, y que nos proporcionaría una noche que jamás olvidaríamos.
—Y así ha sido —suspiró Tertius, que se convulsionó una, dos, tres veces, y quedó tieso e inmóvil.
Tertius oyó, desde una enorme distancia, los gritos de Letitia. Fue consciente de cuatro presencias familiares a su lado, entre las sombras junto a la pared.
—Era muy hermosa —susurró Secundus, y Letitia creyó oír un susurro entre las cortinas.
—Septimus es muy astuto —dijo Quintus—. Ha usado el mismo preparado de bayas de la perdición con que ali?ó mis anguilas.