Stardust - Polvo de estrellas

Y a Letitia le pareció que oía aullar el viento entre los despe?aderos de la monta?a.

 

Cuando llegaron todos los de la posada, que se habían despertado con sus gritos, Letitia les abrió la puerta y enseguida se emprendió una búsqueda. El se?or Septimus, sin embargo, no fue hallado, ni tampoco uno de los corceles negros del establo (donde el cochero dormía y roncaba sin que se le pudiera despertar).

 

Lord Primus estaba de muy mal humor a la ma?ana siguiente. Declinó la idea de ejecutar a Letitia y declaró que era víctima de la astucia de Septimus, igual que Tertius, pero sí ordenó que ella acompa?ase el cuerpo de Tertius al castillo de Stormhold. Le dejó uno de los caballos negros para acarrear el cuerpo y una bolsa de monedas de plata, suficientes para pagar a alguien del pueblo de Desvioalanada para que la acompa?ara y se asegurara de que los lobos no se hacían con el caballo o con los restos de su hermano, y para pagar al cochero, cuando al fin se despertara.

 

Después, solo en la diligencia arrastrada por cuatro corceles negros como el carbón, lord Primus abandonó Desvioalanada, considerablemente más enfadado de lo que estaba cuando llegó a él.

 

Brevis llegó al cruce de caminos tirando de una cuerda. La cuerda iba atada al cuello de un macho cabrío, barbudo, cornudo y de ojos malvados, que Brevis llevaba al mercado a vender. Aquella ma?ana, la madre de Brevis había colocado un único rábano sobre la mesa y le había dicho:

 

—Brevis, hijo, este rábano es lo único que he podido arrancar hoy del huerto. Todos nuestros cultivos se han echado a perder y se nos ha terminado toda la comida. Sólo podemos vender el macho cabrío. Quiero que le ates una cuerda al cuello, que lo lleves al mercado y que lo vendas a un granjero. Y con las monedas que te den por él (no debes aceptar menos de un florín, tenlo en cuenta) compra una gallina, maíz y nabos, y así quizá no moriremos de hambre.

 

Así que Brevis royó su rábano, que era correoso y tenía un sabor picante, y se pasó el resto de la ma?ana persiguiendo al macho cabrío por todo el corral, sufriendo una patada en las costillas y un mordisco en la pierna durante el proceso. Al fin, con la ayuda de un calderero que pasaba, logró dominar lo suficiente al animal como para atarle la soga al cuello. Dejó a su madre vendando las heridas que el macho cabrío causó al calderero y se llevó al animal al mercado.

 

A veces el macho cabrío se empe?aba en salir a la carretera, y entonces Brevis era arrastrado e intentaba hundir los talones de las botas en el barro seco del camino para frenarlo, hasta que el animal decidía, por razones que Brevis no sabía discernir, detenerse de pronto y sin avisar. Entonces Brevis se levantaba del suelo y volvía a arrastrar al bicho. Llegó al cruce de caminos al borde del bosque, sudado, hambriento y magullado, arrastrando al macho cabrío que no colaboraba.

 

 

 

Allí se encontró con una mujer alta. Una diadema de plata coronaba el velo carmesí que envolvía su cabello negro, y su vestido era tan rojo como sus labios.

 

—?Cómo te llaman, chico? —preguntó, con una voz que parecía miel espesa y almizclada.

 

—Me llaman Brevis, se?ora —dijo Brevis, que vio algo extra?o tras la mujer.

 

Era un peque?o carro, pero sin animal alguno enjaezado entre las varas. Se preguntó cómo podía haber llegado hasta allí.

 

—Brevis —ronroneó ella—. Qué nombre tan bonito. ?Te gustaría venderme tu macho cabrío, Brevis?

 

Brevis dudó.

 

—Mi madre me ha dicho que lo llevara al mercado —respondió—, y que lo vendiera por una gallina, algo de maíz y unos nabos, y que le trajera de vuelta el cambio.

 

—?Cuánto te dijo tu madre que pidieras por el animal? —preguntó la mujer del vestido escarlata.

 

—No menos de un florín —dijo él.

 

Ella sonrió y levantó una mano. Algo amarillo brilló en ella.

 

—Pues yo te daré una guinea de oro —dijo— con la que podrás comprar un gallinero entero y cien cestos de nabos.

 

La boca del chico se abrió por la sorpresa.

 

—?Trato hecho?

 

El chico asintió y le ofreció el extremo de la cuerda que el macho cabrío llevaba atada al cuello.

 

—Tome —fue todo cuanto pudo decir.

 

Tenía la cabeza llena de imágenes de riqueza infinita e incontables nabos.

 

La dama tomó la cuerda. Entonces tocó con un dedo la frente del macho cabrío, entre sus ojos amarillos, y soltó la cuerda. Brevis esperaba que el animal saliera disparado hacia el bosque o por uno de los caminos, pero se quedó donde estaba, como paralizado. Brevis alargó la mano para cobrar su guinea de oro. Entonces la mujer le examinó de arriba abajo, desde las suelas embarradas de sus botas hasta su pelo sudado y alborotado, y una vez más sonrió.

 

—?Sabes una cosa? —dijo—. Creo que un par de animales serían mucho más impresionantes que uno solo. ?No te parece?

 

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