Tristran meditó la posibilidad de completar su búsqueda envuelto en una manta, como un salvaje aborigen en alguno de sus libros de texto. Pero, con un suspiro, se quitó las botas y dejó caer la manta sobre la hierba, y siguiendo las instrucciones del hombrecillo peludo —?No, no, chico, eso va encima de eso otro. Cielos, ?es que ya no os ense?an nada??— pronto vistió su ropa nueva. Las nuevas botas le encajaban mejor de lo que las viejas lo habían hecho nunca. Sin duda, eran unas prendas excelentes. Es cierto, como apunta el dicho, que el hábito no hace al monje, ni deja la mona de ser tal por mucha seda que vista, pero a veces puede a?adir algo de sabor a la receta. Y Tristran Thorn vestido de carmesí y amarillo canario no era el mismo Tristran Thorn que había sido con su chaqueta y su traje de los domingos. Ahora caminaba con temple, se movía con una agilidad que antes no poseía; levantaba la barbilla en vez de bajarla y lucía un resplandor en los ojos que no se le veía cuando llevaba su bombín.
Después de comer lo que el hombrecillo peludo había traído consigo de Jarana, que consistía en trucha ahumada, un tazón de guisantes frescos, varios pastelitos de pasas y poca cosa más, Tristran se sintió perfectamente a gusto con su nueva indumentaria.
—Bueno —dijo el hombrecillo peludo—. Me has salvado la vida, chico, ahí en el bosque hura?o, y tu padre me hizo un favor antes de que tú nacieras, por lo que no dejaré que se diga que soy un desagradecido que no paga sus deudas —Tristran empezó a murmurar que su amigo ya había hecho más que suficiente por él, pero el hombrecillo peludo lo ignoró y siguió hablando—… así que yo me preguntaba: sabes dónde está tu estrella, ?verdad?
Tristran se?aló, sin pensar, hacia el oscuro horizonte.
—Pero veamos, ?a qué distancia está tu estrella? ?Lo sabes?
Tristran, hasta entonces, no había pensado en ello, pero de pronto empezó a decir:
—Un hombre podría andar, deteniéndose sólo para dormir, mientras la luna crece y mengua sobre su cabeza media docena de veces, cruzando traidoras monta?as y ardientes desiertos, antes de poder llegar allí donde la estrella ha caído.
No parecía apenas su voz y parpadeó de sorpresa.
—Lo que imaginaba —dijo el hombrecillo peludo, acercándose a su fardo e inclinándose sobre él, para que Tristran no pudiera ver cómo se abría el candado—. Tampoco debes de ser el único que andará buscándola. ?Recuerdas lo que te dije antes?
—?Lo de hacer un agujero para enterrar mis excrementos?
—Eso no.
—?Lo de no decir a nadie mi verdadero nombre, ni mi destino?
—Eso tampoco.
—?Pues qué?
—??Cuántas leguas hasta Babilonia?? —recitó el hombre.
—Ah, sí. Eso.
—??Puedo llegar allí a la luz de un candil? / Sí, y también puedo volver?. Pero es mejor una vela. Es cosa de la cera, ?sabe? Aunque la mayoría de las velas no sirve. ésta me costó mucho encontrarla —dijo, sacó del fardo un trozo de vela del tama?o de una manzana silvestre y se lo entregó a Tristran.
Tristran era incapaz de ver nada extraordinario en ese trozo de vela. Era una vela hecha de cera, no de sebo, y estaba bastante usada y fundida. El pabilo estaba chamuscado y ennegrecido.
—?Y qué hago con esto? —preguntó.
—Todo a su debido tiempo —respondió el hombrecillo peludo, que sacó otra cosa de su fardo—. Toma esto también. Lo necesitarás.
El objeto brilló a la luz de la luna y Tristran lo cogió: parecía una fina cadena de plata, con un aro a cada extremo. Era fría y escurridiza al tacto.
—?Qué es?
—Lo normal. Aliento de gato y escamas de pez, y luz de luna en una alberca, todo fundido, forjado y pulido por los enanos. La necesitarás para llevarte tu estrella contigo.
—?De veras?
—Claro.
Tristran dejó caer la cadena sobre su palma: parecía mercurio.
—?Dónde puedo guardarla? No hay bolsillos en estas condenadas prendas.
—Envuelve con ella tu mu?eca hasta que la necesites. Ya está. Pero tienes un bolsillo en la túnica, aquí debajo, ?ves?
Tristran encontró el bolsillo escondido. Encima de él había un peque?o ojal, y en éste la campanilla, la flor de cristal que su padre le había entregado como talismán cuando abandonó Muro. Se preguntó si de veras le traería suerte, y si así era, ?qué tipo de suerte podría ser, buena o mala?
Tristran se levantó. Tenía la bolsa de piel bien sujeta en la otra mano.
—Veamos —dijo el hombrecillo peludo—. Esto es lo que tienes que hacer: sostén la vela con la mano derecha, yo te la encenderé, y entonces, camina hacia tu estrella. Usa la cadena y tráela aquí. No queda mucho pabilo en la vela, así que más vale que te des prisa, y que andes a buen ritmo. Si te entretienes, lo lamentarás. ?Si eres ágil de cabeza y pies?, ?recuerdas?
—Supongo que… sí —dijo Tristran.
El hombrecillo peludo pasó una mano por encima de la vela, que se encendió con una llama amarilla por arriba y azul por abajo. Se levantó una ráfaga de viento, pero la llama no titiló en absoluto.