—Espera. ?Oyes tambores?
Tristran se dio cuenta de que así era: un golpeteo grave, un latido, que venía de todas partes, de cerca y de lejos, y resonaba por las colinas. Luego se escuchó un fuerte estrépito, entre los árboles al otro extremo del claro, y unos gritos agudos y sin palabras. Entró en el prado un enorme caballo blanco con los flancos heridos y ensangrentado; corrió hasta el centro del claro, dio la vuelta, agachó la cabeza y se enfrentó a su perseguidor… que irrumpió en el claro con un rugido que le puso la carne de gallina a Tristran. Era un león, pero se parecía bien poco al león que Tristran había visto en la feria del pueblo de al lado, un animal sarnoso, desdentado y reumático. El que veía ahora era un león enorme, del color que tiene la arena bien entrada la tarde. Penetró en el claro corriendo, se detuvo y ense?ó los dientes al caballo blanco. éste parecía aterrorizado, con las crines manchadas de sudor y sangre, y tenía los ojos desorbitados. Tristran se dio cuenta de que le salía un largo cuerno de marfil en medio de la frente. Se levantó sobre las patas traseras, relinchando y resoplando, y un casco afilado y sin herrar golpeó el hombro del león, que aulló como un enorme gato escaldado y saltó hacia atrás. Entonces, a distancia, empezó a rodear al asustado unicornio, con sus ojos dorados fijos todo el tiempo en el cuerno afilado que le apuntaba continuamente.
—Detenlos —susurró la estrella—. Se matarán el uno al otro.
El león rugió al unicornio. Empezó con un gru?ido suave, como un trueno distante, y acabó con un bramido que hizo temblar los árboles y las rocas del valle y el cielo. Entonces el león saltó y el unicornio embistió, y el prado se llenó de oro, plata y rojo, porque el león había subido sobre la grupa del unicornio, con las garras bien aferradas a los costados y la boca junto a su cuello, y el unicornio chillaba y se encabritaba y se arrojaba al suelo intentando quitarse de encima al gran felino; sus cascos y su cuerno eran incapaces de alcanzar a su torturador.
—Por favor, haz algo. El león lo matará —dijo la chica.
Tristran le habría explicado que lo único que podía esperar, si se acercaba a esas bestias furiosas, era ser empalado, pateado, desgarrado y comido; y también le habría explicado que, aunque sobreviviera al encuentro, seguía sin haber nada que él pudiera hacer, ya que no llevaba consigo ni tan sólo una palangana de agua que era el método tradicional usado en Muro para separar a los animales que se peleaban. Pero cuando todos estos pensamientos hubieron pasado por su cabeza, Tristran ya estaba en medio del claro, a un brazo de distancia de las bestias.
El olor del león era profundo, animal, terrorífico. Estaba lo bastante cerca como para ver la expresión de súplica en los ojos negros del unicornio. Tristran recordó la vieja cancioncilla:
El León y el Unicornio peleaban por la corona.
El León abatió al Unicornio por toda la zona.
Lo abatió una vez,
lo abatió dos,
con toda su fuerza y su poder.
Lo abatió tres veces
para su dominio mantener.
Entonces recogió la corona tirada sobre la hierba —era tan pesada y dúctil como el plomo— y se acercó a los animales hablando al león como había hablado a lo carneros de mal temperamento y a las ovejas nerviosas en los campos de su padre.
—Calma, vamos… Tranquilo… Toma tu corona… Buen chico.
El león sacudió al unicornio entre sus fauces, como un gato que jugara con una bufanda de lana, y lanzó una mirada de desconcierto hacia Tristran.
—?Caramba! —dijo Tristran. Había hoja y ramitas enredadas en la melena del león. Ofreció la pesada corona a la gran bestia—. Has ganado. Suelta al unicornio. —Y se acercó un paso más. Luego alargó ambas manos temblorosas y colocó la corona sobre la cabeza del león.
El león se bajó del cuerpo postrado del unicornio y empezó a caminar, silencioso, por el claro, con la cabeza bien alta. Llegó a la linde del bosque, donde se detuvo varios minutos para lamer sus heridas con una lengua muy, muy roja, y entonces, ronroneando como un terremoto, se alejó adentrándose en el bosque.
La estrella cojeó hasta el unicornio herido y se echó como pudo sobre la hierba, con la pierna rota completamente extendida a un lado. Le acarició la cabeza.
—Pobre, pobre criatura —dijo.
El animal abrió sus ojos oscuros y la contempló, y entonces puso la cabeza sobre su falda y cerró de nuevo los ojos.