Y entonces…
Se oyó un ruido estruendoso, tan seco como un disparo, y la luz que había llenado el claro desapareció. O casi. Había un débil resplandor dentro de un arbusto, como si una peque?a nube de estrellas brillara allí. Y se oyó una voz, una voz aguda, clara y femenina, que dijo ?Ay?, y después, muy bajito, dijo ?Joder?, y después ?Ay?, una vez más.
Y ya no dijo nada más, y se produjo el silencio en el claro.
Capítulo 4
?Puedo llegar allí a la luz de un candil?
Octubre quedaba más lejos con cada paso que daba Tristran, que tenía la sensación de dirigirse hacia el verano. Había un sendero a través del bosque, con un seto muy alto a un lado, y él lo siguió. En las alturas, las estrellas parpadeaban y relucían, y la luna llena brillaba con un color amarillo dorado como de maíz maduro. A la luz de la luna, pudo identificar unas rosas de zarzal en el seto.
Le estaba entrando el sue?o. Durante unos instantes, luchó por permanecer despierto, pero enseguida se quitó la chaqueta y dejó su bolsa en el suelo —una grande de cuero, de un tipo que no sería conocido como bolsa Gladstone hasta dentro de veinte a?os, ya que en el mundo que acababa de dejar atrás el primer ministro de la reina Victoria todavía era el conde de Aberdeen—[2] para usarla como almohada mientras se cubría con la chaqueta.
Contempló las estrellas: le parecían bailarinas, majestuosas y llenas de gracia, interpretando una danza de complejidad casi infinita. Imaginó que podía ver las caras de las estrellas: eran pálidas y sonreían delicadamente, como si hubieran pasado tanto tiempo sobre la tierra contemplando las cuitas, la alegría y el dolor de la gente que tenía a sus pies, que no podían evitar que les divirtiera el hecho de que un peque?o ser humano se creyese el centro de su mundo, como nos ocurre a todos.
Y Tristran se puso a so?ar y entró en su dormitorio, que también era la escuela del pueblo de Muro. La se?ora Cherry golpeó la pizarra y ordenó a sus alumnos que guardaran silencio, y Tristran miró su pizarrín para ver de qué trataría la lección, pero no pudo leer lo que había escrito. Entonces la se?ora Cherry, que se parecía tanto a su madre que Tristran se asombró de que nunca se hubiese dado cuenta de que eran la misma persona, dijo a Tristran que recitara a la clase las fechas de coronación de todos los reyes y reinas de Inglaterra…
—Disculpa —dijo una menuda y peluda voz a su oído—, pero ?te importaría so?ar un poco más bajo? Es que tus sue?os se están derramando sobre los míos, y si hay algo que no soporto son las fechas. Guillermo el Conquistón, a?o 1066; no llego a más, y gustosamente cambiaría el dato por un ratón bailarín.
—?Mm? —murmuró Tristran.
—Más bajito —dijo la voz—. Si no te importa.
—Perdón —dijo Tristran, y sus sue?os pasaron a ser sobre la oscuridad.
—?Desayuno! —dijo una voz cerca de su oído—. Tenemos champipones fritos en mantequilla con ajo silvestre.
Tristran abrió los ojos: la luz del día brillaba entre el seto de rosas de zarzal y pintaba la hierba de oro y verde. Notaba un olor que le parecía el del paraíso. Había un bol de latón junto a él.
—Comida pobre —dijo la voz—. Comida campesina, nada más. No es a lo que están acostumbrados los nobles, pero a la gente como yo le encanta un buen champipón.
Tristran parpadeó, metió la mano en el bol de latón y sacó un gran champi?ón, que tomó entre el índice y el pulgar. Estaba caliente. Lo mordió con cuidado, notó cómo su jugo le llenaba la boca. Era lo más rico que había comido jamás, y después de haberlo masticado y tragado, así lo dijo.
—Eres muy amable —dijo la figura menuda sentada al otro lado de un peque?o fuego que crujía y perfumaba de humo el aire de la ma?ana—. Muy amable, sin duda. Pero tú sabes tanto como yo que sólo son champipones con ajos silvestres fritos, y no comida como Dios manda…
—?Hay más? —preguntó Tristran, que se dio cuenta del hambre que tenía.
A veces, un poco de comida produce ese efecto.
—Ah, bien, eso es tener educación —dijo la figura menuda, que llevaba puesto un gran sombrero flexible y una gran chaqueta—. ??Hay más??, dice, como si fueran huevos de codorniz y gacela ahumada y trufas, y no sólo un champipón que sabe más o menos como algo que hace una semana que está muerto, y que ni siquiera un gato querría tocar. Educación.
—De verdad, lo digo en serio, me apetece otro champi?ón —rogó Tristran—, si no le representa demasiada molestia.