—Ah —resolló el octogésimo primer se?or—. Llevadme a la ventana.
Sus cuatro hijos muertos lo contemplaron con tristeza, mientras sus tres hijos vivos lo acercaban a la ventana. El viejo quedó en pie, o casi, apoyando todo su peso sobre los anchos hombros de sus hijos, y contempló el cielo plomizo. Sus dedos, de nudillos hinchados y frágiles como ramitas, buscaron el topacio que le colgaba del cuello y su pesada cadena de plata. La cadena se partió como una telara?a en manos del viejo. Alzó el pu?o con el topacio, con los extremos de la cadena de plata colgando.
Los se?ores muertos de Stormhold susurraron entre sí con la voz de los muertos, que parece nieve que cae: el topacio era el Poder de Stormhold. Quien lo llevase, sería el se?or de Stormhold, siempre y cuando fuese de la sangre de Stormhold. ?A cuál de los hijos supervivientes entregaría la piedra el octogésimo primer se?or?
Los hijos vivos no dijeron nada, pero se les veía a uno expectante, a otro cauteloso e inexpresivo al tercero, con la inexpresividad enga?osa de cuando a medio camino de escalar una pared de roca uno se da cuenta de que es imposible hacerlo, lo mismo que descender.
El viejo hizo a sus hijos a un lado y se alzó, alto y erguido. Fue, por un instante, el se?or de Stormhold, el que derrotó a los Ogros del Norte en la batalla de la Cabeza del Despe?adero; el que engendró ocho hijos —siete de ellos varones— con tres esposas; el que mató a sus cuatro hermanos en combate antes de los veinte a?os, aunque su hermano mayor casi le quintuplicaba la edad y era un poderosos guerrero de gran fama. Fue ese hombre quien alzó el topacio y dijo cuatro palabras en una lengua muerta mucho tiempo atrás, palabras que colgaron del aire como el ta?ido de un enorme gong de bronce.
Lanzó la piedra hacia arriba. Los hermanos vivos contuvieron el aliento mientras ésta trazaba un arco sobre las nubes. Llegó hasta lo que estaban convencidos de que era el punto álgido de su trayectoria pero, desafiando toda razón, el topacio continuó elevándose por los aires.
Ya brillaban más estrellas en el cielo.
—A quien recupere la piedra, que es el Poder de Stormhold, daré mi bendición y la posesión de Stormhold y todos sus dominios —dijo el octogésimo primer se?or, cuya voz fue perdiendo fuerza a medida que hablaba hasta que de nuevo fue el chirrido de un hombre muy, muy viejo, semejante al viento que soplaba dentro de una casa abandonada.
Los hermanos, los vivos y los muertos, contemplaron la piedra. Cayó hacia arriba, hacia el cielo, hasta perderse de vista.
—?Debemos capturar águilas y montarlas, para que nos lleven hasta los cielos? —preguntó Tertius, desconcertado y furioso.
Su padre no dijo nada. Desapareció la última luz del día y las estrellas colgaban sobre ellos, incontables en toda su gloria.
Una estrella cayó.
Tertius pensó, aunque no estaba seguro, que era la primera estrella vespertina, en la que su hermano Septimus había reparado antes. La estrella se precipitó y dejó una estela de luz por el cielo nocturno, y cayó en algún lugar al sur y al oeste de donde se hallaban.
—Allí —suspiró el octogésimo primer se?or, cayó sobre el suelo de piedra de su cámara y dejó de respirar.
Primus se rascó la barba y contempló el cadáver arrugado.
—Me entran ganas —dijo— de arrojar el cadáver del viejo bastardo por la ventana. ?Qué eran todas esas idioteces?
—Más vale que no —intervino Tertius—. No me gustaría que Stormhold se tambaleara y cayera. Ni tampoco una maldición, ciertamente. Más vale que lo llevemos a la Sala de los Antepasados.
Primus recogió el cuerpo de su padre y lo depositó sobre las pieles de su cama.
—Diremos a la gente que ha fallecido.
Los cuatro hermanos muertos se api?aron junto a Septimus, en la ventana.
—?Qué crees que está pensando? —preguntó Quintus a Sextus.
—Se pregunta dónde cayó la piedra, y cómo alcanzarla primero —contestó, recordando su propia caída hacia las piedras y la eternidad.
—Espero que sí, maldita sea —dijo el difunto octogésimo primer se?or de Stormhold a sus cuatro hijos muertos. Sus tres hijos vivos no oyeron nada en absoluto.