—Algo que se pone en los medicamentos y en el jarabe para la tos —contestó Tristran—. Como el eucalipto.
—No suena particularmente romántico —dijo Victoria Forester—. De todas maneras, ?no deberías salir corriendo a buscar mi estrella fugaz? Cayó hacia el este, en aquella dirección. —Y volvió a reír—. Eres un mozo de tienda tontorrón. Tú asegúrate de que no nos falten ingredientes para hacer el arroz con leche.
—?Y si te trajera la estrella caída? —preguntó Tristran sin darle importancia—. ?Qué me darías? ?Un beso? ?Una promesa de matrimonio?
—Cualquier cosa que me pidieses —dijo Victoria, divertida.
—?Lo juras? —preguntó Tristran.
Ya recorrían los últimos cien metros hasta la granja de los Forester. Las ventanas ardían con la luz de las lámparas, amarilla y naranja.
—Claro —dijo Victoria sonriente.
El sendero hasta la granja de los Forester era de tierra, convertido en puro barro por los cascos de los caballos, las vacas, las ovejas y los perros. Tristran Thorn se arrodilló en el barro, sin pensar en su chaqueta o en sus pantalones de lana.
—Muy bien —dijo.
El viento, entonces, sopló del este.
—Os dejaré aquí, mi se?ora —dijo Tristran Thorn—. Porque tengo una urgente misión hacia el este. —Se levantó, sin importarle el lodo pegado a sus rodillas y a su chaqueta, hizo una reverencia ante la chica y después se caló el bombín.
Victoria Forester se rio largo y tendido del delgaducho mozo de tienda, bien fuerte y de manera encantadora, y el repiqueteo de su risa siguió a Tristran mientras volvía a subir por la colina y se alejaba.
Tristran Thorn corrió hasta llegar a su casa. Las zarzas le desgarraron la ropa al correr, y una rama le arrancó el sombrero de la cabeza. Entró tambaleándose, sin aliento y ara?ado, en la cocina de la casa del Prado del Oeste.
—?Mira cómo vienes! —gritó su madre—. ?Ya lo creo! ?Es inaudito!
Tristran tan sólo le sonrió.
—?Tristran? —preguntó su padre, que a los treinta y cinco a?os todavía era medianamente alto y tenía pecas, aunque ya había más de un cabello plateado entre sus rizos casta?o claro—. Tu madre te ha hablado. ?No la has oído?
—Os pido perdón, padre, madre —dijo Tristran—, pero esta noche me voy del pueblo. Puede que esté ausente bastante tiempo.
—?Tonterías y majaderías! —soltó Daisy Thorn—. Nunca había escuchado un desatino semejante.
Pero Dunstan Thorn vio la mirada que brillaba en los ojos de su hijo.
—Déjame hablar con él —le dijo a su esposa.
Ella le miró con recelo, y después asintió.
—Muy bien —dijo Daisy—. Pero ?quién va a coser esta chaqueta? Eso es lo que me gustaría saber. —Salió agitadamente de la cocina.
El fuego del hogar chisporroteó plata y resplandeció verde y violeta.
—?Adónde vas? —preguntó Dunstan.
—Al Este —respondió su hijo.
Al Este. Su padre asintió. Había dos estes: el este hasta el condado vecino, a través del bosque, y Este… al otro lado del muro. Dunstan Thorn supo sin preguntarlo a cuál de los dos se refería su hijo.
—?Y volverás? —preguntó el padre.
Tristran sonrió ampliamente.
—Claro que sí —dijo.
—Bien —exclamó su padre—. Entonces de acuerdo. —Se rascó la nariz—. ?Has pensado en cómo atravesar el muro?
Tristran sacudió la cabeza.
—Seguro que encontraré una manera —dijo—. Si es necesario, pelearé con los guardas.
Su padre resopló.
—No harás tal cosa —dijo—. ?Qué te parecería si estuvieras tú de guardia, o yo? No quiero que nadie resulte herido. —Se rascó de nuevo la nariz—. Ve a hacer la maleta, y a dar un beso de despedida a tu madre, y yo te acompa?aré hasta el pueblo.
Hizo la maleta, y su madre le trajo seis manzanas rojas y maduras, una barra de pan y una pieza de queso blanco de granja. La se?ora Thorn no quería mirar a Tristran. él le besó la mejilla y le dijo adiós. Y entonces se dirigió hacia el pueblo con su padre.
Tristran realizó su primera guardia en el muro a los dieciséis a?os. Sólo había recibido una instrucción, y había sido ésta: el deber de los guardas era evitar, a través de cualquier medio, que nada ni nadie procedente del pueblo pasara la abertura; si tal cosa no resultaba posible, entonces debían despertar a todo el mundo.
Se preguntó qué tenía pensado su padre. Quizás entre los dos podrían inmovilizar a los guardas. Quizá su padre crearía algún tipo de distracción que le permitiría abrirse paso… Quizá…
Cuando atravesaron el pueblo y llegaron ante el muro, Tristran había imaginado todas las posibilidades, excepto la que tuvo lugar. De guardia en el muro aquella noche estaban Harold Crutchbeck y el se?or Bromios. Harold Crutchbeck, el hijo del molinero, era un robusto joven varios a?os mayor que Tristran. El se?or Bromios era el posadero: su pelo era negro y rizado, sus ojos verdes y su sonrisa blanca, y olía a uvas y a zumo de uvas, a cebada y a lúpulo.