Tristran Thorn, a sus diecisiete a?os, y tan sólo seis meses mayor que Victoria, estaba a medio camino entre ser un muchacho y un hombre, e igualmente incómodo en ambos casos. Parecía compuesto esencialmente de dos codos y una nuez en el cuello, con una constelación de acné en la mejilla derecha. Su pelo era del color marrón de la paja mojada y le salía disparado, incómodo, en todas direcciones —como ocurre siempre a los diecisiete—, por mucho que lo humedeciera, y se lo peinara. Era dolorosamente tímido, hecho que, del modo en que hace la gente dolorosamente tímida, compensaba en exceso siendo demasiado escandaloso en los momentos equivocados. La mayoría de los días, Tristran se sentía satisfecho —o tan satisfecho como puede sentirse un chaval de diecisiete a?os con todo por delante— y cuando so?aba despierto, en los campos, o tras el alto escritorio en el cuarto trasero de Monday & Brown, la tienda del pueblo, so?aba con viajar en tren hasta Londres o Liverpool, y tomar allí un vapor que atravesara el gris Atlántico hasta América, para hacer su fortuna entre los salvajes de las nuevas tierras. Pero otras veces el viento soplaba del otro lado del muro, y traía consigo olor a menta y a tomillo y a grosella; en esos momentos se veían colores extra?os en las llamas de las chimeneas del pueblo, y los más simples aparatos, desde las cerillas hasta las linternas mágicas, no funcionaban. En tales circunstancias, las enso?aciones de Tristran Thorn eran fantasías extra?as, culpables, confusas y raras: viajes a través de bosques para rescatar a princesas de palacios, sue?os de caballeros y ogros y sirenas. Cuando este estado de ánimo le asaltaba, salía a escondidas de la casa, se echaba sobre la hierba y contemplaba las estrellas. Pocos de nosotros hemos visto las estrellas como las veían entonces, pues nuestras ciudades y pueblos proyectan demasiada luz en la noche; desde el pueblo de Muro, las estrellas se dibujaban en el firmamento como mundos o como ideas, incontables como los árboles del bosque o las hojas de un árbol, y él contemplaba la oscuridad del cielo hasta que no pensaba absolutamente en nada, y después volvía a su cama y dormía como un muerto.
Era una larguirucha figura llena de capacidad, un barril de dinamita que esperaba que alguien o algo encendiera su mecha, aunque nadie lo hacía, y así los fines de semana y cada noche ayudaba a su padre en la granja, y durante el día trabajaba para el se?or Brown, en Monday & Brown como escribiente. Monday & Brown era la tienda del pueblo. Aunque tenían cierto número de provisiones indispensables en el almacén, la mayoría de transacciones se realizaban a través de listas: la gente del pueblo entregaba al se?or Brown una lista de lo que necesitaba, desde carnes en conserva hasta desinfectante para las ovejas, pasando por cuchillos de pescado o tejas de chimenea; un escribiente de Monday & Brown confeccionaba una lista con todos los pedidos y el se?or Monday se iba con esa lista y un carromato tirado por dos enormes caballos percherones a la capital del condado más cercano, para regresar al cabo de unos días bien cargado de provisiones de todo tipo.
Era un día frío y ventoso de finales de octubre, uno de esos días en que todo el rato parece que va a llover, pero nunca acaba lloviendo, y era bien entrada la tarde. Victoria Forester apareció en Monday & Brown con una lista, escrita con la letra precisa de su madre, y tocó la campanilla que había sobre el mostrador para que la atendieran. Pareció algo decepcionada cuando vio que Tristran Thorn salía del cuarto trasero.
—Buenos días, se?orita Forester.
Ella le sonrió con una sonrisa tensa y entregó a Tristran su lista, que incluía lo siguiente:
Medio kilo de palmitos
10 latas de sardinas
1 botella de salsa de tomate con champi?ones
5 kilos y medio de arroz
1 lata de caramelo líquido
1 kilo de pasas de Corinto
1 botella de cochinilla
Medio litro de azúcar de cebada
1 caja de un chelín de caco selecto Rowntress
1 lata de tres peniques de lustre de cuchillos Oakley's
6 peniques de betún Brunswick
1 sobre de caldo de cola de pescado Swinborne's
1 botella de cera para muebles
1 cazoleta
1 colador de salsa de nueve peniques
1 escalerita de cocina
Tristran la leyó para sí, buscando algún tema sobre el que poder entablar conversación: algún tópico de alguna clase… lo que fuera.
Se oyó a sí mismo diciendo:
—Imagino, pues, que van a comer arroz con leche, se?orita Forester.
En cuanto lo dijo, supo que había sido un error. Victoria frunció sus labios perfectos, sus ojos grises parpadearon y contestó: —Sí, Tristran. Comeremos arroz con leche. —Y entonces sonrió y a?adió—: Mamá dice que una cantidad suficiente de arroz con leche ayuda a prevenir resfriados y catarros y otras dolencias oto?ales.
—Mi madre —confesó Tristran— siempre ha dicho lo mismo del flan de tapioca.
Ensartó la lista en un clavo.
—Podemos traerles la mayoría de las provisiones ma?ana por la ma?ana, y el resto los traerá el se?or Monday el próximo jueves.
Entonces una ráfaga de viento sopló tan fuerte que sacudió las ventanas del pueblo e hizo girar las veletas hasta que ya no supieron distinguir el norte del oeste, ni el sur del este. El fuego que ardía en la chimenea de Monday & Brown escupió un remolino de llamas verdes y escarlata, coronadas por un chisporroteo plateado, del mismo tipo que se puede lograr en una chimenea de salón arrojando limaduras de hierro al hogar. El viento soplaba desde el País de las Hadas y desde el este, y Tristran Thorn halló en su interior un coraje que no sospechaba para decir: —?Sabe, se?orita Forester? Salgo dentro de unos minutos. Quizá podría acompa?arla hasta su casa. No me desviaría mucho de mi camino.
Esperó, con el corazón en un pu?o, mientras los ojos grises de Victoria Forester le contemplaban divertidos, y después de lo que le parecieron cien a?os, ella dijo: —Pues claro.
Tristran corrió hacia el salón y le dijo al se?or Brown que se iría enseguida. El se?or Brown gru?ó, aunque no de mal humor, y contestó a Tristran que cuando él era joven no sólo habría tenido que quedarse hasta muy tarde y cerrar la tienda, sino que también habría tenido que dormir en el suelo bajo el mostrador, tan sólo con su abrigo como almohada. Tristran reconoció que era un joven con suerte, deseó buenas noches al se?or Brown, cogió su chaqueta del perchero y su nuevo bombín y salió a la calle adoquinada, donde le esperaba Victoria Forester.
El crepúsculo del oto?o se convirtió en noche profunda y temprana mientras caminaban. Podían oler el invierno distante en el aire; una mezcla de niebla nocturna y oscuridad penetrante, y el olor intenso de las hojas caídas. Tomaron un camino que serpenteaba hacia la granja de los Forester, mientras la luna creciente colgaba blanca del cielo y las estrellas ardían en la oscuridad por encima de sus cabezas.
—Victoria —dijo Tristran al cabo de un rato.
—Sí, Tristran —dijo Victoria, que había estado ensimismada durante gran parte del trayecto.