—?Dunstan? Acaso ha…
—Oh, no. Nada de eso. —La se?ora Hempstock movió visiblemente la cabeza y apretó los labios—. Ignora a Daisy. Hace muchos días que no va a verla. Y a ella se le ha metido en la cabeza que a Dunstan ya no le importa, y lo único que hace es sostener la campanilla blanca que él le regaló y sollozar.
La se?ora Thorn vertió más té del tarro en la tetera y a?adió agua caliente.
—La verdad —reconoció—, Thorney y yo estamos un poco preocupados por Dunstan. ?Está medio ido! Es la única manera que se me ocurre describirlo. No hace su trabajo. Thorney dice que este chico necesita sentar la cabeza, que si sentase la cabeza le cedería todos los prados del oeste.
La se?ora Hempstock asintió lentamente.
—Sin duda, el se?or Hempstock vería con buenos ojos que nuestra Daisy fuese feliz. Seguro que le cedería un reba?o de nuestras ovejas.
Las ovejas de la familia Hempstock eran famosas por ser las mejores en varias leguas a la redonda… muy abrigadas e inteligentes (para ser ovejas), de cuernos retorcidos y cascos afilados.
Así quedó decidido, y Dunstan Thorn se casó en junio con Daisy Hempstock. Y si el novio parecía un poco distraído, la novia estaba tan radiante y hermosa como todas las novias de todos los tiempos.
A sus espaldas, sus padres discutían sobre la granja que harían construir en el prado del oeste para los recién casados, y sus madres se mostraron de acuerdo en lo preciosa que estaba Daisy y en que era una lástima que Dunstan no le hubiese dejado lucir la campanilla blanca que le compró en el mercado, a finales de abril, en su vestido de novia.
Y allí les dejaremos, entre una lluvia de pétalos de rosa, blancos, amarillos y, claro está, rosas.
O casi.
Vivieron en la casita de Dunstan mientras levantaban su peque?a granja, y ciertamente fueron razonablemente felices; el trabajo diario de criar ovejas, cuidarlas y esquilarlas poco a poco fue borrando aquella mirada lejana de los ojos de Dunstan.
Primero llegó el oto?o, después el invierno y, a finales de febrero, cuando el mundo se enfría y un viento amargo sopla por los páramos y a través del bosque desnudo de hojas, cuando las lluvias heladas caen de los cielos plomizos casi a diario, durante la época de cría de las ovejas; un día, a las seis de la tarde, a la hora en que el sol ya se había puesto y el cielo estaba oscuro, un cesto de mimbre fue depositado al otro lado de la abertura del muro.
Los guardas, cada uno en un extremo del portal, no se dieron cuenta al principio. Miraban hacia el otro lado y, como estaba oscuro y muy húmedo, se encontraban ocupados golpeando el suelo con los pies y contemplando sombríamente y con anhelo las luces del pueblo.
Entonces oyeron un gemido agudo.
Primero se fijaron en el cesto que tenían a sus pies, y después en el contenido del cesto, envuelto en seda aceitada y en mantitas de lana; vieron una cara roja y llorona, con los ojos muy cerrados y una gran boca abierta, chillona y hambrienta. Sujeto a la manta del bebé con una aguja de plata, hallaron un fragmento de pergamino donde habían escrito en letras elegantes, aunque algo pasadas de moda, las siguientes palabras:
Tristran Thorn
Capítulo 2
Donde Tristran Thorn llega a la edad adulta
y hace una promesa audaz.
Pasaron los a?os.
El Mercado de las Hadas se celebró una vez más al otro lado del muro; sin embargo Tristran Thorn, que ya tenía ocho a?os, no lo visitó, pues fue enviado con unos parientes, en extremo lejanos, a un pueblo que se hallaba a un día de viaje.
Su hermana Louisa, seis meses más peque?a que él, sí pudo acudir al mercado, y esto sentó bastante mal al chico. Louisa trajo un globo de cristal lleno de destellos de luz que chisporroteaban y relampagueaban en el crepúsculo y que desprendía un cálido y amable resplandor en la oscuridad de su dormitorio en la granja, mientras que Tristran lo único que trajo consigo de la casa de sus parientes fueron unas paperas.
La gata de la granja tuvo gatitos: dos blancos y dos negros como ella y una peque?a con un pelaje azul ceniciento y ojos que cambiaban de color según su estado de ánimo, de verde y oro a salmón, escarlata y bermellón.
Dieron esta gatita a Tristran para consolarle por haberse perdido el mercado; ésta creció y era la gata más dulce del mundo, hasta que, una noche, empezó a rondar impaciente por la casa, a maullar y gru?ir y a lanzar miradas a todos lados con ojos del color rojo y púrpura de las dedaleras; y cuando el padre de Tristran volvió después de pasar todo el día en el campo, la gata chilló, salió por la puerta entreabierta y desapareció en la oscuridad.