—Ah. Aun así, son de lo más encantadoras.
Lo especial era una fina cadena de plata que iba desde la mu?eca de la joven hasta su tobillo, y que se perdía después en la caravana.
Dunstan se lo hizo notar.
—?La cadena? Me ata al tenderete. Soy esclava de la bruja a quien pertenece esto. Me atrapó hace muchos a?os, cuando yo jugaba en las cascadas de las tierras de mi padre, en lo alto de las monta?as; me atrajo haciéndose pasar por una hermosa rana, conduciéndome un poco más allá de mi alcance, hasta que sin darme cuenta abandoné las tierras de mi padre, y ella recuperó su verdadera forma y me metió en un saco.
—?Y serás su esclava para siempre?
—No para siempre. —La chica del País de las Hadas sonrió—. Lograré mi libertad el día que la luna pierda a su hija, si eso ocurre una semana en que coincidan dos lunes. Lo espero con paciencia. Y mientras, hago lo que me ordenan, y también sue?o. ?Me comprarás una flor ahora, joven se?or?
—Me llamo Dunstan.
—Y es un nombre bien honesto. ?Dónde tenéis las tenazas, maese Dunstan? ?Atraparéis al diablo por la nariz?[1]
—?Cuál es vuestro nombre? —preguntó Dunstan, que se ruborizó vivamente.
—No tengo nombre. Soy una esclava, y el nombre que tenía me fue arrebatado. Respondo cuando me dicen ??eh, tú!?, o ??chica!? o ??sucia estúpida!?, o cualquier otro improperio.
Dunstan se dio cuenta de cómo la tela sedosa de su vestido se aferraba a su cuerpo; fue consciente de sus curvas elegantes y de sus ojos violeta puestos sobre él, y tragó saliva.
Dunstan se metió la mano en el bolsillo y sacó su pa?uelo. Ya no podía mirar a la mujer. Volcó el dinero sobre el mostrador.
—Cóbrate lo que valga esto —dijo, escogiendo de la mesa una campanilla blanca y pura.
—En este tenderete no aceptamos dinero. —Le devolvió las monedas.
—?No? ?Y entonces qué aceptáis? —Ahora estaba de lo más nervioso y su única misión era obtener una flor para… para Daisy, Daisy Hempstock… Obtener su flor y partir, porque, a decir verdad, la joven le estaba haciendo sentir terriblemente incómodo.
—Podría quedarme el color de tu pelo —dijo ella—, o todos tus recuerdos antes de los tres a?os. Podría quedarme con el oído de tu oreja izquierda… no todo, sólo el suficiente como para que no disfrutaras de la música, ni de la corriente de un río, ni del suspiro del viento.
Dunstan sacudió la cabeza.
—O un beso tuyo. Un beso, aquí en mi mejilla.
—?Eso lo pagaré de buen grado! —dijo Dunstan, que se inclinó sobre el tenderete, entre el repiqueteo de las flores de cristal, y depositó un beso casto en su suave mejilla.
Entonces pudo oler su aroma, embriagador, mágico; le llenó la cabeza y el pecho y la mente.
—Bien, ya está —dijo ella, y le entregó su campanilla blanca. él la tomó con unas manos que de pronto le parecían enormes y torpes, en absoluto peque?as y perfectas en todos los aspectos, como las de la chica del País de las Hadas—. Y esta noche volveremos a vernos aquí, Dunstan Thorn, cuando la luna se oculte. Ven aquí y silba como un mochuelo. ?Sabes hacerlo?
él asintió y se alejó de ella vacilante; no le hacía falta preguntar cómo sabía su apellido, se lo había arrancado, junto con otras cosas, como por ejemplo su corazón, cuando él la besó.
La campanilla cantaba en su mano.
—Vaya, Dunstan Thorn —dijo Daisy Hempstock, cuando le encontró junto a la tienda del se?or Bromios, sentada con su familia, comiendo grandes salchichas y bebiendo cerveza negra—. ?Acaso ocurre algo?
—Te he traído un regalo —murmuró él, y le ofreció la sonora campanilla blanca de cristal, que brilló a la luz del sol de la tarde. Ella la tomó de su mano, asombrada, con unos dedos aún untados de grasa de salchicha. Impulsivamente, Dunstan se inclinó hacia ella y, ante su madre y su padre y su hermana, delante de Bridget Comfrey y el se?or Bromios y de todos los demás, la besó en la tersa mejilla.
El escándalo era previsible; pero el se?or Hempstock, que no en vano había vivido cincuenta y siete a?os al borde del País de las Hadas y las Tierras Más Allá, exclamó:
—?Callad todos! Miradle los ojos. ?No veis que el pobre chico está trastocado y confundido? Os aseguró que está encantado. ?Hey! ?Tommy Forester! Ven aquí, lleva al joven Dunstan Thorn al pueblo y vigílale; déjale dormir, si es lo que quiere, o háblale si le conviene hablar…
Y Tommy se llevó a Dunstan del mercado, de vuelta hacia el pueblo de Muro.
—Bueno, Daisy —dijo su madre, acariciándole el pelo—, sólo está un poco tocado por los elfos, nada más. No hace falta ponerse así. —Y sacó un pa?uelo de blonda de su generoso busto para secar las mejillas de su hija.