Y los extranjeros se retiraban un poco y vislumbraban qué había al otro lado de la abertura; veían el prado inofensivo, los árboles nada destacados que lo salpicaban, el bosque poco atractivo que lo cerraba. Algunos de ellos intentaban entablar conversación con Dunstan o Tommy, pero los jóvenes orgullosos de su papel de guardas, se negaban a conversar y se contentaban con, básicamente, alzar la cabeza, apretar los labios y parecer importantes. A la hora de comer, Daisy Hempstock trajo un poco de pastel de carne para ambos, y Bridget Comfrey llevó a cada uno una jarra de cerveza especiada. Y a la puesta de sol llegaron otros dos jóvenes del pueblo, bien fornidos, con una linterna cada uno, y Tommy y Dunstan se fueron andando hasta la posada, donde el se?or Bromios les ofreció una jarra de su mejor cerveza —y su mejor cerveza era realmente buena— como recompensa por haber montado guardia.
La excitación era palpable en la posada, llena ahora a rebosar. Había en ella visitantes de todas las naciones del mundo, o eso le parecía a Dunstan, que no tenía sentido alguno de la distancia más allá de los bosques que rodeaban el pueblo de Muro, y por lo tanto contemplaba al alto caballero del gran sombrero de copa negro, sentado a la mesa de al lado y que procedía de Londres, con tanto asombro como contemplaba al caballero aún más alto, con la piel de ébano y vestido con una túnica de una sola pieza, con quien aquél estaba cenando. Dunstan sabía que era de mala educación mirar fijamente y que, como habitante de Muro, tenía todo el derecho a sentirse superior a todos aquellos forasteros. El aire olía a especias poco familiares y oía a hombres y mujeres hablar entre ellos en un centenar de lenguas, de modo que los examinaba a todos sin el menor asomo de vergüenza.
El hombre del sombrero de copa de seda se dio cuenta de que Dunstan le estaba mirando e hizo una se?al al muchacho para que se acercara.
—?Te gusta el pudin de melaza? —preguntó abruptamente a modo de presentación—. Mutanabbi ha tenido que irse y aquí hay más pudin del que un hombre solo puede comer.
Dunstan asintió. El pudin de melaza humeaba tentador en su fuente.
—Muy bien, sírvete —dijo su nuevo amigo—. Dio a Dunstan un tazón limpio de porcelana y una cuchara. Dunstan no necesitó más indicación y los dos procedieron a acabarse el pudin.
—Veamos, jovencito —le dijo a Dunstan el alto caballero del sombrero de copa de seda negra, cuando sus tazones y la fuente del pudin quedaron vacíos—, al parecer la posada está al completo, y todas las habitaciones del pueblo ya han sido alquiladas.
—?De veras? —preguntó Dunstan, sin sorprenderse.
—Así es —respondió el caballero del sombrero de copa—. Y lo que yo me preguntaba es si tú sabrías de alguna casa que tuviese una habitación disponible.
Dunstan se encogió de hombros.
—A estas alturas ya no quedan habitaciones —dijo—. Recuerdo que cuando era un chaval de nueve a?os, mi madre y mi padre me enviaron a dormir entre las vigas del establo, durante toda una semana, y alquilaron mi habitación a una dama de Oriente, su familia y sus criados. Me dejó una cometa como muestra de agradecimiento y yo la hacía volar por el prado, hasta que un día se rompió el hilo y salió volando hacia el cielo.
—?Dónde vives ahora? —preguntó el caballero del sombrero de copa.
—Tengo una casita en las lindes de las tierras de mi padre —replicó Dunstan—. Era la morada de nuestro pastor, pero murió, hará dos a?os el próximo agosto, y me la cedieron a mí.
—Llévame allí —dijo el caballero del sombrero, y a Dunstan no se le ocurrió rehusar.
La luna de primavera estaba alta y muy brillante, y la noche se veía limpia. Salieron del pueblo caminando hacia el bosque extendido a sus pies, y anduvieron más allá de la granja de la familia Thorn (donde el caballero se asustó por culpa de una vaca que dormía en el prado y que resopló mientras so?aba) hasta que llegaron a la casita de Dunstan. Tenía una habitación y una chimenea. El extra?o asintió.
—Me gusta bastante —dijo—. Veamos, Dunstan Thorn, te la alquilaré por tres días.
—?Qué me dará por ella?
—Un soberano de oro, seis peniques de plata, un penique de cobre y un cuarto de penique nuevo y brillante —dijo el hombre.
Un soberano de oro por dos noches era un alquiler más que justo, en aquella época, cuando un jornalero podía esperar quince libras al a?o, con suerte. Pero Dunstan dudaba.
—Si habéis venido por el mercado —dijo al hombre alto—, es porque vais a comerciar con milagros y maravillas.
El hombre alto asintió.
—Y entonces, lo que tú quieres son milagros y maravillas, ?no es así? —Volvió a examinar la casita de una sola habitación de Dunstan. Entonces empezó a llover, y se oyó un tranquilo golpeteo sobre el techo de paja—. Oh, muy bien —dijo el alto caballero, un poco malhumorado—, un milagro, una maravilla. Ma?ana lograrás el Deseo de tu Corazón. Y ahora, toma tu dinero.
Lo sacó de la oreja de Dunstan, con un gesto frívolo. El joven golpeó las monedas contra un clavo de hierro de la puerta para comprobar que no se trataba de oro del País de las Hadas, y después se inclinó ante el caballero y salió bajo la lluvia. Envolvió el dinero en su pa?uelo y anduvo hacia el establo bajo la fuerte lluvia. Subió al pajar y pronto se durmió. Durante la noche fue consciente de los truenos y los relámpagos, aunque no se despertó; pero muy de madrugada sí le sacudió alguien que, torpemente, le pisó los pies.
—Perdón —dijo una voz—. Es decir, discúlpeme.