—?Detenedles, en nombre del cielo! ?Detenedles! —gritó Bridget—. ?Van al patio de atrás para peleara por mí! —Y sacudió con gracilidad la cabecita de manera que las lámparas de aceite iluminaron y favorecieron sus perfectos rizos dorados.
Nadie movió un dedo para detener a los dos hombres, aunque bastante gente —del pueblo y forasteros— salió afuera a ver el espectáculo. Tommy Forester se quitó la camisa y levantó los pu?os ante sí. El extranjero rio y escupió en el suelo, y entonces agarró la mano derecha de Tommy y le envió volando contra el suelo, donde chocó con la barbilla. Tommy se levantó vacilante y corrió hacia el extranjero. Rozó la mejilla del hombre con el pu?o, pero inmediatamente se dio de narices contra el barro, de modo que quedó con la cara hundida en el lodo y sin aliento. Alum Bey rio y dijo algo en árabe. Así de rápido, y así de fácil, terminó la pelea.
Alum Bey se quitó de encima a Tommy Forester, se dirigió con paso altivo hacia Bridget Comfrey, se inclinó hacia ella y sonrió mostrando su brillante dentadura. Bridget le ignoró y corrió hacia Tommy.
—Pero ?qué te ha hecho, cari?o mío? —preguntó ella, y le limpió el lodo de la cara con su delantal, dedicándole toda suerte de palabras cari?osas.
Alum Bey regresó con los espectadores a la taberna y amablemente compró a Tommy Forester, cuando éste regresó, una botella del vino de Chablis del se?or Bromios. Ninguno de los dos estaba seguro de quién era el vencedor y quién el vencido.
Dunstan Thorn no estaba en La Séptima Garza aquella noche: era un muchacho práctico, que desde hacía seis meses cortejaba a Daisy Hempstock, una joven de similar pragmatismo. Paseaban las tardes despejadas alrededor del pueblo, discutían acerca de las tierras en barbecho y el tiempo y sobre otras cuestiones igualmente prácticas; durante esos paseos, en los que invariablemente les acompa?aban la madre y la hermana menor de Daisy, a unos saludables seis pasos por detrás, de vez en cuando se miraban el uno al otro, amorosamente.
A la puerta de la casa de los Hempstock, Dunstan se detenía, se inclinaba y se despedía. Y Daisy Hempstock entraba en su casa, se quitaba el sombrero y decía:
—?Cuánto deseo que el se?or Thorn se decida a declararse! Estoy segura de que papá no se opondría.
—Cierto, estoy segura de que no lo haría —dijo la madre de Daisy esa noche, como decía cada noche en circunstancias parecidas, y se quitó su sombrero y sus guantes y condujo a sus hijas hasta el saloncito, donde un caballero muy alto con una barba negra muy larga estaba sentado hurgando en su bolsa. Daisy, su madre y su hermana hicieron una reverencia al caballero (que hablaba poco inglés y había llegado hacía pocos días). El huésped, a su vez, se levantó y se inclinó ante ellas.
Hacía mucho frío aquel abril, la primavera inglesa mostraba su incómoda variabilidad. Los visitantes llegaron a través del bosque; llenaron las habitaciones de invitados, acamparon en graneros y establos. Algunos de ellos levantaron tiendas de colores, otros llegaron en sus propias caravanas, tiradas por enormes caballos grises o por peque?os ponis peludos. En el bosque había una alfombra de campanillas.
La ma?ana del 29 de abril Dunstan Thorn hacía guardia en la abertura del muro con Tommy Forester. Cada uno a un lado, esperaban. Dunstan había hecho guardia muchas veces, pero hasta entonces su trabajo había consistido en mantenerse allí en pie y, ocasionalmente, espantar a los ni?os. Hoy se sentía importante, pues tenía un bastón en la mano. Cuando algún extranjero se acercaba a la abertura del muro, Dunstan o Tommy decían:
—Ma?ana, ma?ana. Hoy nadie va a pasar, mis buenos se?ores.