Victoria Forester, sin embargo, estaba acostumbrada a salirse con la suya, y si todo lo demás fracasaba, o incluso si no era así, ella apelaba a su padre y él accedía a todas sus peticiones. Pero en este caso Victoria se sorprendió, porque su padre estuvo de acuerdo con su madre, y dijo que servir mesas en La Séptima Garza era algo que una se?orita bien educada no debía hacer. Thomas Forester levantó la barbilla y no se habló más del asunto.
Todos los chicos del pueblo estaban enamorados de Victoria Forester, e incluso más de un apacible caballero, cómodamente casado y con barba gris, se sentía durante unos instantes, al contemplarla cuando pasaba por la calle, como si fuera de nuevo un muchacho en la primavera de sus a?os y con el paso alegre.
—Aseguran que incluso el se?or Monday se cuenta entre tus admiradores —dijo Louisa Thorn a Victoria Forester, una tarde de mayo, en el huerto de los manzanos.
Cinco chicas estaban sentadas junto al manzano más viejo del huerto, o se apoyaban en sus ramas más bajas, pues el enorme tronco ofrecía perfecto apoyo y soporte. Cuando corría la brisa de mayo, las flores rosas caían como copos de nieve y reposaban en sus cabellos y en sus faldas. La luz del sol de la tarde se te?ía de verde, oro y plata a través de las hojas en el huerto de los manzanos.
—El se?or Monday —dijo Victoria Forester con desdén— tiene cuarenta y cinco a?os, como mínimo. —Hizo una mueca para indicar lo viejo que resulta alguien de cuarenta y cinco a?os cuando se tiene diecisiete.
—De todas maneras —dijo Cecilia Hempstock, prima de Louisa—, ya ha estado casado. Yo no querría casarme con alguien que ya ha estado casado. Sería como si otra persona hubiera domado a tu propio poni.
—Personalmente, imagino que ésa sería la única ventaja de casarse con un viudo —dijo Amelia Robinson—: que otra persona se haya encargado de pulir las imperfecciones; de domarlo, como tú dices. Además, me imagino que a esa edad sus apetitos ya deben de haber quedado saciados hace tiempo y ya no deben molestarle, cosa que libraría a una de gran número de indignidades.
Un surtidor de risitas rápidamente acalladas se alzó entre las flores del manzano.
—Sin embargo —dijo Lucy Pippin, vacilante—, sería muy bonito vivir en la gran casa, y tener un carruaje con cuatro caballos, y poder ir a cada temporada a Londres y a Bath a tomar las aguas, o a Brighton a ba?arse en el mar, aunque el se?or Monday tenga cuarenta y cinco a?os.
Las otras chicas chillaron y le tiraron pu?ados de flores de manzano, y ninguna chillaba más alto, ni tiraba más flores, que Victoria Forester.