Stormhold fue tallado en la cima del monte Huon por el primer se?or de Stormhold, que reinó a finales de la Primera Edad y principios de la Segunda. Había sido ampliado, mejorado, excavado y horadado por los sucesivos se?ores de Stormhold, y la cima original de la monta?a ara?aba ahora el cielo como el colmillo tallado y ornamentado de una gran bestia de granito gris. Stormhold se alzaba a gran altura, y en su cima se reunían las grandes nubes antes de descender y derramar lluvia, relámpagos y devastación sobre las tierras a sus pies.
El octogésimo primer se?or de Stormhold yacía moribundo en su cámara, tallada en la cima más alta como un agujero en un diente podrido; ciertamente la muerte existe también en las tierras más allá de los campos que conocemos. Convocó a sus hijos junto a su lecho y éstos acudieron, los vivos y los muertos, y temblaron en las frías salas de granito. Se reunieron junto a la cama y esperaron respetuosamente, los vivos a su derecha y los muertos a su izquierda. Cuatro de sus hijos estaban muertos: Secundus, Quintus, Quartus y Sextus, unas figuras inmóviles, grises, insustanciales y silenciosas. Tres de los vástagos seguían con vida: Primus, Tertius y Septimus. Permanecían de pie, incómodos, a la derecha de la cámara, apoyando el peso en una pierna y en otra, rascándose las mejillas y las narices, como si les avergonzara el silencioso reposo de sus hermanos muertos. Ni siquiera miraban hacia el lugar donde éstos se encontraban, y fingían tanto como era posible que su padre y ellos eran los únicos ocupantes de esa fría habitación con ventanas, unas ventanas que eran enormes agujeros en el granito, por los cuales soplaban los vientos fríos. Si la razón de ese comportamiento era que los vivos no podían ver a sus hermanos muertos, o que, al haberles asesinado (uno a cada uno, si bien Septimus había matado a Quintus y a Sextus, al primero envenenándole con un plato de anguilas especiadas, y al segundo —rechazando en esa ocasión el artificio en favor de la eficiencia y la gravedad— empujándole por un precipicio una noche en que admiraban una tormenta eléctrica a sus pies) preferían ignorarles, temerosos de la culpa, de una revelación o de los fantasmas, su padre no lo sabía.
En privado, el octogésimo primer se?or había esperado que cuando llegara su fin seis de los siete jóvenes se?ores de Stormhold hubieran muerto, y que sólo uno conservara la vida: el que sería el octogésimo segundo se?or de Stormhold y se?or de los Altos Despe?aderos. Así fue, al fin y al cabo, como él consiguió el título, varios cientos de a?os antes. Pero los jóvenes de hoy eran unos flojos que carecían de la energía, el vigor y la furia que él recordaba de sus días de juventud…
Alguien decía algo. Se esforzó en concentrarse.
—Padre —repitió Primus con su gran vozarrón—. Estamos todos aquí. ?Qué quieres de nosotros?
El viejo le miró. Con un resuello espantoso, tragó una bocanada de aire tenue y helado que llenó sus pulmones y dijo, con una voz altiva y fría, como el mismísimo granito:
—Me estoy muriendo. Pronto llegará mi hora, y recogeréis mis restos para llevarlos a las profundidades de la monta?a, hasta la Sala de los Antepasados, donde los colocaréis…, me colocaréis… en el hueco número ochenta y uno, es decir, en el primero que no esté ocupado, y allí me dejaréis. Si no lo hicierais, seríais todos malditos, y la torre de Stormhold se tambalearía y caería.
Sus tres hijos vivos no dijeron nada. Hubo un murmullo entre los cuatro hijos muertos: se lamentaban, quizá, de que sus restos hubieran sido devorados por águilas, o arrastrados por rápidos ríos, precipitados por cascadas y llevados hasta el mar; desde luego, nunca reposarían en la Sala de los Antepasados.
—Y ahora, la cuestión de la sucesión. —La voz del viejo resollaba como el aire que escapaba de un fuelle podrido.
Sus hijos vivos levantaron la cabeza: Primus, el mayor, con canas en la barba, nariz aquilina y ojos grises, lo miró expectante; Tertius, la barba roja y dorada, los ojos de un marrón rojizo, lo miró cauteloso; Septimus, con una barba negra que aún no había acabado de salir, alto y parecido a un cuervo, lo miró inexpresivo, con su inexpresividad habitual.
—Primus, acércate a la ventana.
Primus se acercó a la abertura en la roca y miró afuera.
—?Qué ves?
—Nada, se?or. Veo el cielo vespertino sobre nosotros, y nubes a nuestros pies.
El viejo tembló bajo la piel del oso de monta?a que le cubría.
—Tertius, dirígete a la ventana. ?Qué ves?
—Nada, padre. Es tal como dice Primus. El cielo vespertino pende sobre nosotros, del color de un hematoma, y las nubes cubre el mundo a nuestros pies, grises y cambiantes.
Los ojos del viejo se retorcieron en su cara como los ojos locos de un ave de presa.
—Septimus, a la ventana.
El joven se dirigió a la ventana y se detuvo junto a sus hermanos mayores, aunque no demasiado cerca.
—?Y tú? ?Qué ves?
Miró por la abertura. El viento amargo le golpeó la cara, e hizo que sus ojos lagrimearan. Una estrella brillaba, débilmente, en los cielos color índigo.
—Veo una estrella, padre.