—Qué cosa más extra?a —dijo el cochero, que llevaba una larga túnica negra y al que Tristran echó poco menos de cincuenta a?os—, no ha habido viento, ni tormenta. Sencillamente, ha caído. Los caballos se han asustado mucho. —Tenía una voz profunda y resonante.
Tristran y el cochero ataron los caballos a la rama de roble con unas cuerdas. Entonces los dos hombres empujaron, los caballos tiraron, y todos a la vez arrastraron la rama hasta dejarla a un lado del camino. Tristran dijo silenciosamente ?gracias? al roble cuya rama había caído, al haya color de cobre y a Pan de los bosques, y entonces preguntó al cochero si se avenía a llevarle.
—No tomo pasajeros —dijo el conductor, mesándose la barba rala.
—Claro —dijo Tristran—. Pero sin mí usted seguiría aquí encallado. Sin duda la Providencia le ha enviado mi presencia, y también la Providencia me ha enviado la suya. No le pido que se desvíe de su camino, y quizá en algún otro momento le puede convenir tener otro par de manos disponibles.
El cochero contempló a Tristran de la cabeza a los pies. Entonces metió la mano en una bolsa que llevaba colgada del cinturón y extrajo un pu?ado de tablillas de granito rojo.
—Elige una —le dijo a Tristran.
Tristran eligió una tablilla de piedra y ense?ó al hombre el símbolo tallado en ella.
—Mmm —fue todo cuanto dijo el cochero—. Ahora, elige otra. —Tristran lo hizo—. Y otra. —El hombre se frotó de nuevo la barbilla—. Sí, puedes venir conmigo. Las runas lo dicen bien claro. Pero habrá peligro. Quizá también haya más ramas rotas que apartar del camino. Puedes sentarte arriba, si lo deseas, a mi lado, para hacerme compa?ía.
Era un hecho peculiar, observó Tristran mientras subía al carruaje, pero la primera vez que había echado un vistazo al interior del vehículo le pareció ver a cinco pálidos caballeros, todos vestidos de gris, que le contemplaban tristemente. Sin embargo, en cuanto quiso cerciorarse, no vio absolutamente a nadie.
El carruaje rodó por el camino plagado de hierbas bajo el techo verde y dorado de las hojas de los árboles. Tristran estaba preocupado por la estrella. Quizás era un poco malcarada, pensó, pero tenía bastantes motivos, después de todo. Esperó que no sufriera ningún percance hasta que él la alcanzara.
A veces se decía que la cordillera monta?osa gris y negra que cruzaba como una espina de norte a sur por esa zona del País de las Hadas, fue una vez un gigante que se hizo tan grande que, un día, agotado por el solo esfuerzo de moverse y de vivir, se echó en la llanura y se sumió en un sue?o tan profundo que transcurrían siglos entre latido y latido. Esto habría sido mucho tiempo atrás, si es que llegó a ocurrir, durante la primera edad del mundo, cuando todo era piedra y fuego, agua y aire, y pocos quedan vivos que pudieran desmentirlo, en caso de que no fuese verdad. Pero, cierto o no, todos llamaban a las cuatro grandes monta?as de la cordillera Monte Cabeza, Monte Hombro, Monte Barriga y Monte Rodillas, y las colinas del sur eran conocidas como Los Pies. Había pasos entre las monta?as, uno entre la cabeza y los hombros, donde habría estado el cuello, y uno inmediatamente al sur del Monte Barriga.
Eran monta?as salvajes, habitadas por criaturas salvajes: trolls del color de la pizarra, peludos hombres salvajes, wodwos perdidos, cabras montesas y gnomos mineros, eremitas y exiliados, además de alguna ocasional bruja de las cimas. No era una de las cordilleras verdaderamente altas del País de las Hadas —como el Monte Huon, en cuya cima se encuentra Stormhold—, pero era una cordillera difícil de cruzar para los viajeros solitarios.
La bruja reina había cruzado el paso al sur del Monte Barriga en un par de días, y ahora esperaba a la entrada del paso. Sus machos cabríos estaban atados a un arbusto, mordisqueándolo con entusiasmo. Se sentó sobre uno de los costados del carro y afiló sus cuchillos con una piedra de sílex. Los cuchillos eran muy antiguos: las empu?aduras estaban hechas de hueso y las hojas eran de cristal volcánico tallado, negras como la pez pero con formas blancas como copos de nieve, heladas para siempre en su interior de obsidiana. Había dos cuchillos: el más corto, de hoja amplia, pesada y dura, era para cortar las costillas, para romper y abrir; el otro, con una hoja larga parecida a una daga, era para cortar el corazón. Cuando los cuchillos estuvieron lo suficientemente afilados como para haberlos podido pasar por el cuello de alguien sin que sintiera más que el roce de un levísimo cabello, y después una calidez que se derramaba por el pecho mientras su sangre vital fluía del corte, la bruja reina los guardó y empezó sus preparativos.
Se acercó a los machos cabríos y susurró una palabra mágica a cada uno de ellos. Allí donde habían estado los animales, ahora aparecían un hombre con una perilla blanca y una joven con los ojos apagados. No dijeron nada.