Stardust - Polvo de estrellas

La bruja reina se arrodilló junto a su carro y le susurró diversas palabras. El carro no hizo nada y la mujer dio un puntapié a una roca.

 

—Me estoy haciendo vieja —dijo a sus dos criados. éstos no replicaron, ni dieron indicación alguna de haberla entendido—. Las cosas inanimadas siempre han sido más difíciles de cambiar que las animadas. Sus almas son más viejas y estúpidas y difíciles de convencer. Pero si tuviera mi verdadera juventud… En el alba del mundo, yo podía transformar monta?as en mares, y nubes en palacios. Podía poblar una ciudad con los granos de arena de la playa. Si volviera a ser joven…

 

Suspiró y levantó una mano: una llama azul resplandeció un momento entre sus dedos y entonces, cuando bajó la mano y se inclinó para tocar el carro, el fuego desapareció.

 

Volvió a levantarse. Ahora había mechas grises en su pelo negro como ala de cuervo, y bolsas oscuras bajo sus ojos; pero el carro había desaparecido y se hallaba ante una peque?a posada, al borde del paso monta?oso.

 

En la distancia, se oyó un trueno callado y parpadeó un rayo. El letrero de la posada rechinó sacudido por el viento. Tenía pintado un carro.

 

—Vosotros dos —dijo la bruja—, adentro. Ella viene hacia aquí, y tendrá que atravesar este paso. Ahora sólo tengo que asegurarme de que entrará aquí dentro. Tú —dijo al hombre de la perilla blanca— eres Billy, el propietario de esta taberna. Yo seré tu mujer, y esto —se?aló a la chica de ojos apagados que antes había sido Brevis— es nuestra hija, la camarera.

 

Otro trueno resonó, procedente de las cimas de las monta?as, más fuerte que el anterior.

 

—Pronto lloverá —anunció la bruja—. Preparemos el fuego.

 

 

 

Tristran podía sentir la estrella delante de ellos, moviéndose a buen paso. Le pareció que le estaban ganando terreno. Para su alivio, el carruaje negro seguía el mismo camino que el de la estrella. Una vez, cuando el sendero se bifurcó, a Tristran le preocupó que pudieran tomar el desvío equivocado. Estaba dispuesto a abandonar el carruaje y seguir en solitario, si así ocurría.

 

Su compa?ero detuvo los caballos, bajó del asiento y sacó sus runas. Después, una vez finalizada la consulta, volvió a subir y condujo el carruaje por el camino de la izquierda.

 

—Si no resulta impertinente por mi parte —dijo Tristran—, ?puedo preguntar qué está buscando?

 

—Mi destino —dijo el hombre, tras una breve pausa—. Mi derecho a gobernar. ?Y tú?

 

—Hay una joven a la que he ofendido con mi comportamiento —dijo Tristran—. Quiero arreglarlo. —Y, mientras decía esto, supo que era verdad.

 

El cochero gru?ó.

 

El follaje del bosque empezaba a clarear rápidamente. Los árboles se hicieron más escasos; Tristran contempló las monta?as que tenían ante sí y exclamó:

 

—?Qué monta?as!

 

—Cuando seas mayor —dijo su compa?ero— debes visitar mi ciudadela, en lo alto de los despe?aderos del Monte Huon. ?Eso sí que es una monta?a! Y desde allí podemos bajar la vista y contemplar monta?as junto a las cuales éstas —e hizo un gesto despreciativo hacia las alturas del Monte Barriga— no son más que montículos.

 

—En honor a la verdad —dijo Tristran—, espero pasar el resto de mi vida como pastor y campesino en el pueblo de Muro, porque ya he experimentado tantas emociones como cualquier joven puede llegar a necesitar, entre velas y árboles y la joven dama y el unicornio. Pero acepto la invitación con el mismo espíritu con que la habéis hecho, y os doy las gracias. Si algún día visitáis Muro, debéis venir a mi casa: os ofreceré ropa de lana y queso de oveja, y todo el estofado de cordero que podáis comer.

 

—Ciertamente, eres muy amable —dijo el cochero. El camino era ahora mejor, hecho de grava apisonada; el hombre hizo restallar el látigo para que los caballos aligeraran el paso—. ?Dices que has visto un unicornio?

 

Tristran estuvo a punto de contar a su compa?ero todo el episodio del unicornio, pero se lo pensó mejor y simplemente dijo:

 

—Era una bestia de lo más noble.

 

—Los unicornios son criaturas de la luna —dijo el conductor—. Nunca he visto uno. Pero se dice que sirven a la luna y que cumplen sus órdenes. Llegaremos a las monta?as ma?ana por la noche, pero hoy nos detendremos con la puesta de sol. Si lo deseas, puedes dormir dentro del coche; yo dormiré al lado del fuego.

 

No le cambió el tono de voz, pero Tristran supo, con una certeza que era a la vez súbita y sorprendente por su intensidad, que el hombre estaba asustado por algo, aterrorizado hasta el fondo del alma.

 

Esa noche los relámpagos parpadearon entre las cimas de las monta?as. Tristran durmió sobre el asiento de cuero del coche con la cabeza apoyada sobre un saco de avena: so?ó con fantasmas, con la luna y las estrellas. Empezó a llover al amanecer, abruptamente, como si el cielo se hubiera convertido en agua. Nubes bajas y grises ocultaron las monta?as. Bajo la lluvia, Tristran y el cochero engancharon los caballos al carruaje y emprendieron la marcha. Ahora todo era cuesta arriba, y los caballos no iban más que al paso.

 

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