Stardust - Polvo de estrellas

Tristran corrió hacia la puerta del establo, allí se detuvo y pensó. Buscó en el bolsillo de su túnica, encontró un pedazo de cera, que era cuanto quedaba de su vela, con una hoja seca del color del cobre pegada a ella. Desprendió la hoja de la cera con mucho cuidado. Entonces se llevó la hoja al oído, y escuchó lo que le dijo.

 

—?Vino, se?or? —preguntó la mujer de mediana edad con el largo vestido rojo cuando Primus entró en la posada.

 

—Me temo que no —dijo—. Practico la superstición personal de, hasta el día en que vea el cadáver de mi hermano frío y echado en el suelo ante mí, no beber más que mi propio vino y no comer otra comida que aquella que me haya procurado y preparado yo mismo. Es lo que haré aquí, si no tenéis objeción. Por supuesto, os pagaré como si el vino que beba fuera vuestro. ?Os puedo pedir que pongáis esta botella junto al fuego para calentarla?

 

?Por otro lado, tengo un compa?ero de viaje, un joven que ahora atiende los caballos, que no ha hecho el mismo juramento que yo, y estoy seguro de que si le hacéis llevar una jarra de vino caliente podrá quitarse el frío de los huesos…

 

La camarera hizo una reverencia y se dirigió hacia la cocina.

 

—Bien, anfitrión —le dijo Primus al posadero de barba blanca—, ?cómo son vuestras camas en este rincón del mundo? ?Tenéis colchones de paja? ?Hay fuego en los dormitorios? Veo con gran satisfacción que hay una ba?era frente al hogar… Si tenéis una olla bien llena de agua humeante, luego tomaré un ba?o; pero sólo os pagaré una peque?a moneda de plata por ello, tenedlo en cuenta.

 

El posadero miró a su mujer, que dijo:

 

—Nuestras camas son buenas y haré que la chica encienda el fuego en la habitación, para vos y vuestro compa?ero.

 

Primus se quitó la capa empapada y la colgó junto al fuego, al lado del vestido azul todavía húmedo de la estrella. Entonces se volvió y vio a la joven sentada a la mesa.

 

—?Otro huésped? —dijo—. Bien hallados, se?ora, con este tiempo de perros. —A continuación se escuchó un gran estrépito en los establos—. Algo debe de haber asustado a los animales —dijo Primus, preocupado.

 

—Quizá los truenos —dijo la mujer del posadero.

 

—Sí, quizá —murmuró Primus. Otra cosa había llamado su atención. Se dirigió hacia la estrella y la miró fijamente a los ojos durante un largo instante—. Tú… —dudó. Entonces, con certeza, dijo—: Tú tienes la piedra de mi padre. Tú tienes el poder de Stormhold.

 

La chica le contempló con unos ojos del azul del firmamento al atardecer.

 

—Muy bien, pues. Pídemelo y acabemos ya de una vez.

 

La mujer del posadero corrió hacia ellos, hasta un extremo de la mesa.

 

—No pienso permitir que molestes a mis huéspedes, pichoncito —le dijo a Primus, con firmeza.

 

Los ojos de Primus cayeron sobre los cuchillos que había sobre la mesa. Los reconoció: había pergaminos antiquísimos en las cámaras de Stormhold en donde se encontraban dibujados y se daban sus nombres. Eran muy viejos, de la primera edad del mundo.

 

La puerta principal de la posada se abrió de sopetón.

 

—?Primus! —gritó Tristran, que entró corriendo—. ?Han intentado envenenarme!

 

Lord Primus buscó su espada corta, pero antes de que pudiera empu?arla la bruja reina cogió el más largo de los cuchillos y deslizó la hoja, con un solo movimiento, limpio y práctico, por su garganta…

 

Para Tristran, todo ocurrió demasiado rápido. Entró, vio a la estrella y a Primus, y al posadero y su extra?a familia, y enseguida la sangre empezó a brotar a borbotones como una fuente escarlata al resplandor del fuego.

 

—?A por él! —gritó la mujer del vestido escarlata—. ?A por el mocoso!

 

Billy y la camarera corrieron hacia Tristran, y entonces el unicornio entró en la posada.

 

Tristran se quitó de en medio. El unicornio se alzó sobre las patas traseras y un golpe de sus afilados cascos envió a la camarera contra una pared.

 

Billy bajó la cabeza y corrió hacia el unicornio, como si quisiera embestirle con la frente. El unicornio también agachó la testuz…

 

—?Estúpido! —chilló la mujer del posadero, furiosa, y se lanzó contra el unicornio, con un cuchillo en cada mano, una de ellas manchada de sangre hasta el antebrazo, del mismo color rojo que su vestido.

 

Tristran se puso a cuatro patas y se arrastró hacia el hogar. En la mano izquierda llevaba el trozo de cera, todo cuanto quedaba de la vela que le había conducido hasta allí. Lo había llevado en la mano hasta que su calor lo había vuelto blando y maleable.

 

—Más vale que esto funcione —se dijo Tristran.

 

Esperaba que el árbol supiese de qué estaba hablando.

 

Tras él, el unicornio gritó de dolor. Tristran arrancó un lazo de su jubón y amontonó la cera alrededor de la tela.

 

—?Qué está ocurriendo? —preguntó la estrella.

 

Se había arrastrado hacia donde estaba Tristran, también a cuatro patas.

 

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