—Ya veremos —dijo Primus, y su voz era el gemido de un distante pájaro nocturno.
Las llamas lamían la peque?a caba?a de madera, y crecieron y florecieron a sus lados con una brillante llama amarilla y naranja. Nadie salió por la puerta de la choza. Pronto toda la estructura fue un infierno, y Septimus se vio obligado a retroceder varios pasos por la intensidad del calor. Sonrió amplia y triunfalmente y bajó el garrote. Entonces sintió un dolor agudo en el talón. Se dio la vuelta y vio una peque?a serpiente de ojos resplandecientes, carmesí por el resplandor del fuego, con los colmillos hundidos profundamente en su bota de piel. Intentó golpearla con su garrote, pero la criatura se desprendió de su talón y se ocultó, a gran velocidad, tras una de las rocas blancas de yeso. El dolor de su talón empezó a disminuir. ?Si su mordedura tenía veneno —pensó Septimus—, el cuero habrá absorbido gran parte de él. Me haré un torniquete por debajo de la rodilla y después me quitaré la bota, haré una incisión en forma de cruz allí donde me ha mordido y chuparé el veneno?. Con esta intención, se sentó sobre una roca de yeso a la luz del fuego, y tiró de su bota. No podía quitársela. El pie empezaba a quedársele dormido, y se dio cuenta de que ya se le debía de haber hinchado.
?Cortaré la bota, pues?, pensó. Levantó el pie hasta al altura del muslo; por un momento pensó que el mundo se había oscurecido, y entonces vio que las llamas que habían iluminado la zanja como una gran hoguera se habían apagado. Sintió que se le helaban los huesos.
—Bueno —dijo una voz detrás de él, tan suave como el cordón de seda de un estrangulador, tan dulce como un caramelo envenenado—, has querido calentarte a las llamas de mi peque?a choza. ?Esperabas a la puerta para apagar las llamas a golpes si resultaba que no eran de mi agrado?
Septimus le habría respondido, pero tenía los músculos de la mandíbula rígidos y los dientes fuertemente apretados. El corazón le martilleaba dentro del pecho como un peque?o tambor, no con su marcha serena habitual, sino con un salvaje y arrítmico abandono. Podía sentir cada vena y arteria de su cuerpo transportando fuego a través de todo su ser, a menos que fuera hielo lo que bombeaban; no hubiese sabido decirlo.
Una anciana apareció ante su vista. Se parecía a la mujer que había habitado la choza de madera, pero era más vieja, mucho más vieja. Septimus intentó parpadear, para despejar sus ojos llenos de lágrimas, pero había olvidado cómo se parpadeaba, y sus ojos no querían cerrarse.
—Deberías avergonzarte —dijo la mujer—. Someter a la acción del fuego y la violencia a una pobre dama que vive sola, que estaría completamente a merced de cualquier vagabundo que pasara por aquí, de no ser por la amabilidad de sus peque?os amigos.
Y recogió algo del suelo blanco, se lo puso en la mu?eca y volvió a entrar en la choza… milagrosamente intacta, o restaurada. Septimus no sabía cuál de las dos cosas había pasado, y no le importaba. Su corazón temblaba y se sincopaba en su pecho, y si hubiese podido gritar, lo habría hecho. Llegó el alba antes de que el dolor terminase, y las seis voces de sus hermanos mayores dieron la bienvenida a Septimus entre sus filas.
Septimus contempló por última vez la retorcida y aún cálida figura que había habitado, y la expresión de sus ojos. Entonces se dio la vuelta.
—No quedan hermanos para vengarse de ella —dijo, con voz de zarapito—, y ninguno de nosotros será jamás se?or de Stormhold Vayámonos.
Y después de haber dicho esto, ya no quedaron siquiera fantasmas en ese lugar.
El sol estaba bien alto en el cielo ese día cuando la caravana de madame Semele apareció en la cuchillada de yeso que era la zanja de Diggory. Madame Semele vio la choza de madera ennegrecida por el humo junto al camino y, cuando se acercó un poco más, vio también a la encorvada anciana del gastado vestido escarlata que le hacía se?ales al borde del sendero. El pelo de la mujer era blanco como la nieve, su piel arrugada, y tenía un ojo ciego.
—Buenos días, hermana. ?Qué le ha pasado a tu caba?a? —preguntó madame Semele.
—Los jóvenes de hoy en día. Uno de ellos pensó que sería divertido pegar fuego a la casa de una pobre anciana que nunca ha hecho da?o a un alma. Bueno, ése ya aprendió su lección.
—Sí —dijo madame Semele—. Siempre la aprenden. Y nunca nos agradecen haberla aprendido.
—Eso sí que es verdad —a?adió la mujer del gastado vestido escarlata—. Ahora dime, querida: ?quién viaja contigo en este día?
—Eso —dijo madame Semele, altivamente— no es asunto tuyo, y te agradeceré que no te metas donde no te importa.
—?Quién viaja contigo? Dime la verdad o enviaré a las arpías para que te descuarticen miembro a miembro y cuelguen tus restos de un garfio en las profundidades, debajo del mundo.
—?Y quién eres tú, para amenazarme de tal modo?
La anciana contempló a madame Semele con un ojo bueno y un ojo lechoso.