Stardust - Polvo de estrellas

Y fue en ese ?y? cuando Tristran cerró la boca, porque ya no podía reconciliar su antigua idea de entregar la estrella a Victoria Forester sabiendo ahora que la estrella no era una cosa que pudiese pasar de mano en mano, sino una auténtica persona, en todos los aspectos, propiedad de sí misma, y en absoluto un objeto inanimado, si bien Victoria Forester continuaba siendo la chica que amaba.

 

Bueno, al fin y al cabo, ya quemaría las naves cuando llegase el momento, decidió. Por lo pronto llevaría a Yvaine al pueblo y se enfrentaría a los acontecimientos a medida que se le fueran presentando. Sintió que el ánimo le mejoraba, y el tiempo que había pasado como lirón ya no era nada más que los restos de un sue?o, como si tan sólo hubiese hecho una peque?a siesta ante el fuego de la cocina y ahora volviese a estar bien despierto. Casi podía saborear el recuerdo de la mejor cerveza del se?or Bromios, aunque se dio cuenta, con un sobresalto culpable, de que había olvidado el color de los ojos de Victoria Forester.

 

El sol era enorme y rojo tras los tejados de Muro cuando Tristran e Yvaine cruzaron el prado y contemplaron la abertura de la pared. La estrella vaciló.

 

—?De veras quieres hacer esto? —preguntó a Tristran—. Porque yo tengo mis dudas.

 

—No estés nerviosa —dijo él—. Aunque no es sorprendente que pases un poco de nervios: yo tengo el estómago como si me hubiese tragado un centenar de mariposas. Te sentirás mucho mejor cuando estés sentada en la salita de mi madre, bebiendo té… bueno, bebiendo no, pero al menos habrá té para que puedas sorberlo… Repámpanos, juraría que para recibir a una invitada como tú, y para dar la bienvenida a su hijo, mi madre sacará sin duda su mejor juego de porcelana… —Su mano buscó la de ella y la apretó tranquilizadoramente.

 

Ella le miró y sonrió amable y tristemente.

 

—Allí donde tú vayas… —susurró.

 

Cogidos de la mano, el joven y la estrella caída se dirigieron hacia la abertura del muro.

 

 

 

 

 

Capítulo 10

 

 

 

Stardust (Polvo de estrellas)

 

 

 

Alguna vez se ha comentado que es tan fácil pasar por alto algo grande y obvio como pasar por alto algo peque?o e insignificante, y que las cosas grandes que uno pasa por alto a menudo pueden causar problemas.

 

Tristran Thorn se dirigió hacia la abertura del muro, desde el lado del País de las Hadas, por segunda vez desde su concepción, dieciocho a?os atrás, con la estrella cojeando a su lado. Tenía la cabeza alborotada por los olores y los sonidos de su pueblo natal, y su corazón se le llenaba de gozo. Saludó educadamente con la cabeza a los guardas, a medida que se iba acercando, y los reconoció a ambos: el joven que cambiaba constantemente el peso de su cuerpo de una pierna a otra, mientras sorbía de una jarra lo que Tristran supuso era la mejor cerveza del se?or Bromios, respondía al nombre de Wystan Pippin, y había sido compa?ero de clase de Tristran, aunque nunca amigo suyo; y el hombre mayor que chupaba irritado una pipa, al parecer apagada, no era otro que el antiguo jefe de Tristran en Monday & Brown, Jerome Ambrose Brown. Daban la espalda a Tristran e Yvaine, y miraban decididamente hacia el pueblo, como si resultara pecaminoso observar los preparativos que tenían lugar en el prado a sus espaldas.

 

—Buenas tardes —dijo Tristran, educadamente—, Wystan. Se?or Brown.

 

Los dos hombres se sobresaltaron. Wystan se manchó la chaqueta de cerveza. El se?or Brown levantó su vara y apuntó inquieto el extremo al pecho de Tristran. Wystan Pippin dejó su jarra, recogió su vara y bloqueó la abertura con ella.

 

—?Quédate donde estás! —dijo el se?or Brown, gesticulando con la vara, como si Tristran fuese un animal salvaje que pudiese saltarle encima en cualquier momento.

 

Tristran rio.

 

—?No me conoce? —preguntó—. Soy yo, Tristran Thorn.

 

Pero el se?or Brown, que era el más veterano de los guardas, no bajó su vara. Miró a Tristran de pies a cabeza, desde sus gastadas botas marrones hasta su cabellera mal cuidada. Entonces contempló la cara quemada por el sol de Tristran y resopló, nada impresionado.

 

—Aunque fueses aquel inútil total de Thorn —dijo—, no veo ninguna razón para dejaros pasar. Somos los guardias de la muralla, al fin y al cabo.

 

Tristran parpadeó.

 

—Yo también he custodiado el muro —se?aló—. Y no hay ninguna regla que prohíba dejar pasar a la gente proveniente de esta dirección. Sólo a la que viene del pueblo.

 

El se?or Brown asintió, lentamente. Entonces dijo como quien habla con un idiota:

 

—Y entonces, si es que eres Tristran Thorn, hipotéticamente hablando, puesto que no te pareces en nada a él, y tampoco hablas en absoluto como él, dime, en todos los a?os que has vivido aquí, ?cuánta gente ha traspasado el muro procedente del prado?

 

—Vaya, nadie que yo sepa —respondió Tristran.

 

El se?or Brown sonrió con la misma sonrisa que lucía cuando le descontaba del sueldo a Tristran los cinco minutos que llegaba tarde.

 

—Exacto —dijo—. No hay reglas en contra de ello porque es algo que jamás ocurre. Nadie viene desde las Tierras de Más Allá. En cualquier caso, no mientras yo esté de guardia. Ahora lárgate, antes de que te dé con la vara en la cabeza.

 

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