Tristran quedó desconcertado.
—Si crees que he pasado por… bueno, por todo lo que he pasado, sólo para que al final me nieguen el paso un tendero presumido y taca?o y alguien que me copiaba los exámenes de historia… —empezó a decir.
Pero Yvaine le tocó el brazo y dijo:
—Tristran, déjalo, al menos de momento. No te pelees con tu propia gente.
Tristran no dijo nada. Entonces se dio la vuelta, sin una palabra, y los dos volvieron a cruzar el prado. A su alrededor un barullo de gente y criaturas levantaban sus tenderetes, colgaban sus estandartes y empujaban sus carretillas. Y a Tristran se le ocurrió, inundado por algo que se parecía a la nostalgia, pero una nostalgia hecha a partes iguales de anhelo y desesperación, que aquélla bien podría ser su propia gente, pues sentía que tenía más cosas en común con ellos que con los pálidos habitantes de Muro, con sus chaquetas de lana y sus botas claveteadas.
Se detuvieron y contemplaron cómo una mujer menuda, casi tan ancha como alta, se esforzaba en levantar su tenderete. Sin que nadie se lo pidiera, Tristran se le acercó y empezó a ayudarla, acarreando las pesadas cajas desde su carro hasta la mesa, subiendo a una escalera para colgar una serie de guirnaldas de la rama de un árbol, descargando pesadas jarras y botellas de vidrio (todas ellas tapadas con enormes y ennegrecidos corchos y selladas con cera plateada, y llenas de humo de colores que se retorcía lentamente) y colocándolas en los estantes. Mientras él y la buhonera trabajaban, Yvaine se sentó en un tocón cercano y les cantó con su voz suave y limpia las canciones de las altas estrellas, y las canciones más ordinarias que había aprendido de la gente que habían conocido durante sus viajes.
Cuando Tristran y la mujer menuda acabaron, y el tenderete quedó a punto para el día siguiente, ya habían tenido que encender las lámparas. La mujer insistió en darles de comer: Yvaine a duras penas logró convencerla de que no tenía hambre, pero Tristran devoró con entusiasmo todo cuanto le ofrecieron y, cosa poco corriente en él, se bebió la mayor parte de una botella de vino dulce de Canarias, insistiendo en que no sabía a nada más fuerte que zumo de uva acabado de exprimir, y que no le producía efecto alguno. Aun así, cuando la menuda mujer les ofreció con entusiasmo el claro que había tras su carro para dormir, Tristran quedó ebriamente inconsciente en pocos instantes.
Era una noche clara y fría. La estrella se sentó junto al joven dormido, que había sido su captor y se había convertido en su compa?ero de viaje, y se preguntó qué había pasado con el odio que sentía. No tenía sue?o.
Oyó un crujido entre la hierba a sus espaldas. Una mujer de pelo negro apareció tras él y juntas contemplaron a Tristran.
—Todavía tiene algo de lirón —dijo la mujer de pelo negro. Sus orejas terminaban en punta y eran similares a las de un gato, y en apariencia no era mucho mayor que Tristran—. A veces me pregunto si transforma a la gente en animales, o si encuentra la bestia en nuestro interior y la libera. Quizás haya alguna cosa en mí que es, por naturaleza, un pájaro de colores brillantes. Lo he pensado mucho, pero no he llegado a ninguna conclusión.
Tristran murmuró algo ininteligible y se retorció en sue?os. Entonces empezó, delicadamente, a roncar. La mujer dio la vuelta a su alrededor y se sentó junto a Tristran.
—Parece tener buen corazón —dijo.
—Sí —reconoció la estrella—. Supongo que sí.
—Debo advertirte —continuó la mujer—, que si dejas estas tierras por… las de más abajo… —y se?aló hacia el pueblo de Muro con un brazo delgado, del cual colgaba por la mu?eca una cadena de plata reluciente— entonces serás, según tengo entendido, transformada en lo que serías en ese mundo: una cosa fría, muerta, caída del cielo.
La estrella tembló, pero no dijo nada. En vez de eso, alargó la mano por encima de la figura dormida de Tristran para tocar la cadena de plata que ataba la mu?eca y el tobillo de la mujer y que se prolongaba por entre los arbustos y más allá.
—Te acostumbras, con el tiempo —dijo la mujer.
—?Sí? ?De veras?
Unos ojos violeta contemplaron a unos ojos azules y después se apartaron.
—No.
La estrella soltó la cadena.
—Una vez me atrapó con una cadena muy parecida a la tuya. Después me liberó y yo huí de él. Pero me encontró y me ligó con una obligación, que ata a los de mi raza mucho más fuertemente que cadena alguna.
Una brisa de abril recorrió el prado, sacudiendo los arbustos y los árboles con un largo y helado suspiro. La mujer de orejas de gato se apartó los rizos del rostro.
—También te ata una obligación anterior, ?verdad? Tienes algo que no te pertenece, y debes devolverlo a su legítimo propietario.
Los labios de la estrella se tensaron.