—Todo va muy bien —dijo Victoria—. Por favor, Robert, entra. Recuerdas a Tristran Thorn, ?verdad?
—Buenos días, se?or Monday —dijo Tristran, y dio la mano al se?or Monday, que la tenía húmeda y sudorosa—. Tengo entendido que se casará pronto. Permítame que le felicite.
El se?or Monday sonrió, pero parecía que tuviese dolor de muelas. Entonces tendió una mano a Victoria, que se levantó de su butaca.
—Si desea ver la estrella, se?orita Forester… —dijo Tristran, pero Victoria sacudió la cabeza.
—Estoy encantada de que haya vuelto sano y salvo a casa, se?or Thorn. Me gustaría que asistiera a nuestra boda.
—Nada podría procurarme un mayor placer —dijo Tristran, aunque no estaba en absoluto seguro de tal cosa.
En un día normal, hubiese sido extraordinario que La Séptima Garza estuviese tan abarrotada antes del desayuno, pero aquél era día de mercado, y los habitantes de Muro y los extranjeros se amontonaban en el bar, devorando platos llenos a rebosar de costillas de cordero, tocino, champi?ones, huevos fritos o morcilla.
Dunstan Thorn esperaba a Tristran en el bar. Se levantó en cuanto lo vio, se dirigió hacia él y le tomó por el hombro, sin decir nada.
—Has regresado ileso —dijo al fin, y había orgullo en su voz.
Tristran se preguntó si habría crecido mientras estuvo fuera: recordaba a su padre bastante más voluminoso.
—Hola, padre —dijo—. Me hice un poco de da?o en la mano.
—Tu madre te ha preparado el desayuno en la granja —dijo Dunstan.
—Desayunar sería maravilloso —reconoció Tristran—. Y volver a ver a mamá, claro. Y también tenemos que hablar.
Su mente no dejaba de dar vueltas a algo que Victoria Forester había dicho.
—Se te ve más alto —dijo su padre—. Y te hace mucha falta ir a ver al barbero.
Vació su jarra, y juntos abandonaron La Séptima Garza y salieron a la luz de la ma?ana.
Los dos Thorn saltaron una valla que delimitaba los campos de Dunstan, y mientras ambos caminaban por el prado donde había jugado de peque?o, Tristran sacó a relucir un asunto que le había estado concomiendo y que era la cuestión de su nacimiento. Su padre le respondió tan honestamente como fue capaz durante la larga caminata hasta la granja; le explicó la historia como si estuviera narrando algo que le había pasado a otra persona. Una historia de amor.
Y entonces llegaron al antiguo hogar de Tristran, donde le esperaba su hermana y donde le aguardaba un humeante desayuno en los fogones y sobre la mesa, preparado, con mucho amor, por la mujer que él siempre había creído que era su madre.
Madame Semele colocó la última flor de cristal sobre la mesa del tenderete y contempló el mercado con aspecto hura?o. Tan sólo pasaban unos minutos del mediodía, y los clientes empezaban a discurrir. Aún no se había detenido ninguno en su puesto.
—Cada nueve a?os hay menos y menos gente —dijo—. Acuérdate de mis palabras, pronto este mercado no será más que un recuerdo. Hay otros mercados, y otros lugares donde levantar el tenderete, pienso yo. Este mercado está casi acabado. Otros cuarenta, cincuenta, sesenta a?os como mucho y se habrá terminado para siempre.
—Quizá —dijo su criada de ojos violeta—, pero a mí no me importa. Es el último de estos mercados al que asistiré jamás.
Madame Semele la fulminó con la mirada.
—Creí haberte quitado la insolencia a golpes hace mucho tiempo.
—No es insolencia —dijo su esclava—. Mira.
Levantó la cadena de plata que la ataba. Brilló a la luz del sol, pero aun así era mucho más delgada, más translúcida de lo que había sido nunca: había fragmentos que parecían hechos no de plata, sino de humo.
—?Qué has hecho? —La saliva manchaba los labios de la vieja.
—No he hecho nada; nada que no hiciese hace dieciocho a?os. Tenía que ser tu esclava hasta el día en que la luna perdiese a su hija, si ocurría en una semana en la cual dos lunes coincidiesen. Y mi tiempo contigo ya casi ha terminado.
Habían pasado las tres de la tarde. La estrella estaba sentada sobre la hierba del prado junto al tenderete de vinos, cervezas y comida del se?or Bromios, y contemplaba la abertura del muro y el pueblo que se alzaba más allá. De vez en cuando, los clientes del tenderete le ofrecían vino, cerveza o grandes salchichas grasientas, y ella siempre declinaba la invitación.
—?Estás esperando a alguien, querida? —preguntó una joven de rasgos agradables, mientras la tarde proseguía su paso indolente.
—No lo sé —respondió la estrella—. Quizá.
—Un joven, si no yerro la suposición, a juzgar por lo hermosa que eres.
La estrella asintió.
—En cierta manera —dijo.
—Soy Victoria —dijo la joven—. Victoria Forester.
—Yo me llamo Yvaine —contestó la estrella. Contempló a Victoria Forester de pies a cabeza, y de nuevo hasta los pies—. Así que tú eres Victoria Forester. Tu fama te precede.
—?La boda, quieres decir? —dijo Victoria, y sus ojos brillaron de orgullo y delicia.