Stardust - Polvo de estrellas

La lluvia empezó a caer de nuevo, pero ninguno de los dos se movió para buscar cobijo. él le apretó la mano.

 

—Sabes —dijo ella— que una estrella y un hombre mortal…

 

—Sólo medio mortal, de hecho —dijo Tristran, servicial—. Todo aquello que creía saber de mí, quién era, qué era, ha resultado falso, o algo así. No tienes ni idea de lo increíblemente liberador que ha sido.

 

—Seas lo que seas —dijo ella—, sólo quiero se?alar que probablemente nunca podremos tener hijos. Nada más.

 

Tristran miró entonces a la estrella y empezó a sonreír, pero no dijo nada. Tenía las manos sobre sus hombros. Estaba frente a ella y la contemplaba.

 

—Sólo quería que lo supieras, nada más —dijo la estrella, mientras levantaba el rostro.

 

Se besaron entonces por primera vez bajo la fría lluvia de primavera y ninguno de los dos se dio cuenta de que llovía. El corazón de Tristran martilleaba dentro de su pecho, como si no fuera lo suficientemente grande como para contener toda la alegría que lo desbordaba, y abrió los ojos mientras besaba a la estrella. Los ojos azul celeste de ella le devolvieron la mirada, y en aquellos ojos fue incapaz de discernir la posibilidad de volver a separarse jamás.

 

La cadena de plata ya no era nada más que humo y vapor. Durante un latido quedó suspendida en el aire y entonces una fría ráfaga de viento y lluvia la convirtió en nada.

 

—Ya está —dijo la mujer de pelo negro y rizado, estirándose como un gato y sonriendo—. El plazo de mi servidumbre ha expirado, y tú y yo ya no tenemos nada que ver la una con la otra.

 

La anciana la contempló, desesperada.

 

—Pero ?qué voy a hacer? Soy vieja. No puedo llevar el tenderete sola. Eres una malvada e insensata puerca, al abandonarme de esta manera.

 

—Tus problemas no me conciernen —dijo su antigua esclava—, pero jamás volverá nadie a llamarme puerca, ni esclava, ni nada que no sea mi verdadero nombre. Soy lady Una, primogénita y única hija del octogésimo primer se?or de Stormhold, y los hechizos y condiciones con que me ligaste han perdido efecto. Ahora vas a disculparte y vas a llamarme por mi verdadero nombre, porque si no… y con un enorme placer… dedicaré el resto de mi vida a perseguirte y a destruir todo cuanto te importa y todo cuanto eres.

 

Ambas se miraron fijamente a los ojos y fue la anciana quien apartó primero la vista.

 

—Entonces me disculpo por haberos llamado puerca, lady Una —dijo, como si cada palabra fuese serrín amargo que escupiese de su boca.

 

Lady Una asintió.

 

—Bien. Y creo que me debes una paga por los servicios, que te he prestado, ahora que mi tiempo contigo ha llegado a su fin —dijo ella—. Porque estas cosas tienen reglas. Todas las cosas tienen reglas.

 

La lluvia todavía caía a ráfagas, dejaba luego de llover el suficiente tiempo como para permitir salir a la gente de sus refugios improvisados, y entonces volvía a caer de nuevo. Tristran e Yvaine estaban sentados, empapados y felices, junto a una hoguera de campo, en compa?ía de un variopinto enjambre de criaturas y personas. Tristran les había preguntado si conocían al hombrecillo peludo con quien se había tropezado durante sus viajes, y lo describió tan bien como pudo. Varias personas dijeron haberle conocido en el pasado, aunque nadie lo había visto en aquella ocasión.

 

Descubrió que sus manos se enredaban, casi por voluntad propia, entre el pelo húmedo de la estrella. Se preguntó cómo era posible que hubiese tardado tanto tiempo en darse cuenta de que ella le importaba tanto, y se lo dijo, y ella le llamó idiota, y él declaró que era lo más maravilloso que habían llamado jamás a hombre alguno.

 

—Bueno, ?y adónde iremos cuando termine el mercado? —preguntó Tristran a la estrella.

 

—No lo sé —dijo ella—. Pero yo todavía debo liberarme de una obligación.

 

—?De veras?

 

—Sí —respondió ella—. Aquello que te mostré. Debo entregarlo a la persona correcta. La última vez que ésta se presentó, la posadera le cortó la garganta, así que todavía lo llevo conmigo. Pero desearía no tener que llevarlo más.

 

La voz de una mujer sobre su hombro dijo:

 

—Pídele lo que lleva, Tristran Thorn.

 

él se volvió y contempló unos ojos del color de las violetas del prado.

 

—Tú eras el pájaro de la caravana de la bruja —le dijo a la mujer.

 

—Cuando tú eras el lirón, hijo mío —dijo la mujer—. Lo era. Pero ahora he recuperado mi forma de nuevo, y mi tiempo de servidumbre ha terminado. Pide a Yvaine lo que lleva. Tienes derecho.

 

Tristran se volvió hacia la estrella.

 

—?Yvaine?

 

Ella asintió, expectante.

 

—Yvaine, ?quieres darme lo que llevas contigo?

 

Ella parecía desconcertada; entonces metió la mano en el interior de su túnica, hurgó discretamente y sacó un enorme topacio engarzado en una cadena de plata rota.

 

—Era de tu abuelo —dijo la mujer—. Tú eres el último hombre de la dinastía de Stormhold. Póntelo en el cuello.

 

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