Stardust - Polvo de estrellas

—Te conozco, Sal Sosa. Nada de impertinencias. ?Quién viaja contigo?

 

Madame Semele notó cómo le arrancaban las palabras de la boca, quisiera decirlas o no.

 

—Están las dos mulas que tiran de mi caravana, yo misma, una criada que mantengo con forma de pájaro y un joven con forma de lirón.

 

—?Alguien más? ?Algo más?

 

—Nadie ni nada. Lo juro por la hermandad.

 

La mujer al borde del camino arrugó los labios.

 

Madame Semele chasqueó la lengua, sacudió las riendas y las mulas empezaron a avanzar de nuevo. En su cama prestada en el interior oscuro de la caravana, la estrella seguía durmiendo, sin saber cuán cerca había estado de su perdición, ni por cuán escaso margen había logrado escapar.

 

Cuando perdieron de vista la choza de ramas y troncos, y la mortal blancura de la zanja de Diggory, el pájaro exótico aleteó hasta el techo de la caravana, echó atrás la cabeza y chilló, graznó y cantó hasta que madame Semele le dijo que le retorcería su insensato cuello si no callaba. E incluso entonces, en la silente oscuridad del interior de la caravana, el hermoso pájaro cloqueó y pio y trinó, y una vez hasta silbó como un búho.

 

El sol estaba bajo en el cielo del oeste cuando se aproximaron al pueblo de Muro. Su luz les daba en los ojos, medio cegándoles y ti?endo su mundo de azafrán. El cielo, los árboles, los arbustos, incluso el mismísimo camino era dorado a la luz del sol de poniente.

 

Madame Semele hizo frenar sus mulas en el prado, allí donde iba a instalar su tenderete. Desenganchó a los dos animales y los llevó hasta el arroyo, donde los ató a un árbol. Ambos bebieron larga y ansiosamente. Había otros mercaderes y visitantes que montaban sus tenderetes por todo el prado, levantando tiendas y colgando telas de los árboles. Un aire de expectación afectaba a todos y a todo, igual que la dorada luz del sol occidental.

 

Madame Semele entró en la caravana y descolgó la jaula de su cadena. La llevó al prado y la colocó encima de un montículo cubierto de hierba. Abrió la puerta de la jaula y sacó al lirón dormido con sus dedos huesudos.

 

—Venga, afuera —dijo.

 

El lirón se frotó sus húmedos ojos negros con las patas delanteras ante la decreciente luz del día.

 

La bruja buscó su delantal y sacó un narciso de cristal. Con él tocó la cabeza de Tristran. El chico parpadeó, medio dormido, y entonces bostezó. Pasó una mano por su alborotado cabello casta?o y contempló a la bruja con furia.

 

—Vieja bruja malvada… —empezó.

 

—Cierra tu tonta boca —dijo madame Semele, secamente—. Te he traído hasta aquí, sano y salvo, en las mismas condiciones en las que te encontré. Te procuré alojamiento y comida… y si ninguna de las dos cosas fue de tu agrado, bueno, ?a mí qué me cuentas? Ahora lárgate, antes de que te convierta en un gusano retorcido y te arranque la cabeza de un mordisco, si es que no te arranco la cola. ?Vete! ?Largo! ?Largo!

 

Tristran contó hasta diez, y entonces, con poca gracia, se alejó. Se detuvo unos diez metros más abajo, junto a un matorral, y esperó a la estrella, que bajó cojeando los pelda?os de la caravana y se acercó a él.

 

—?Estás bien? —preguntó Tristran, preocupado de verdad.

 

—Sí, gracias —dijo la estrella—. No me maltrató en absoluto. De hecho, creo que nunca se dio cuenta de que yo estaba ahí. ?No es extra?o?

 

Madame Semele tenía ahora el pájaro frente a ella. Tocó su cabeza emplumada con la flor de cristal, el ave se alargó, se metamorfoseó y se convirtió en una joven, en apariencia no mucho mayor que Tristan, con el pelo oscuro y rizado, y unas orejas peludas como las de un gato. Miró a Tristran de reojo, y hubo algo que aquellos ojos violeta que Tristran encontró terriblemente familiar, aunque no podía recordar dónde los había visto antes.

 

—Así que ésta es la verdadera forma del pájaro —dijo Yvaine—. Fue una buena compa?era durante el viaje.

 

Y entonces la estrella se dio cuenta de que la cadena de plata que llevaba el pájaro continuaba atada ahora a la mujer, porque brillaba roja y dorada en su tobillo y su mu?eca, circunstancia que se?aló a Tristran.

 

—Sí —dijo Tristran—. Ya lo veo. Es horrible. Pero no estoy seguro de que podamos hacer gran cosa al respecto.

 

Caminaron juntos por el prado, hacia la abertura del muro.

 

—Primero visitaremos a mis padres —comentó Tristran—, porque sin duda me han echado tanto de menos como yo a ellos… —aunque, la verdad sea dicha, Tristran a duras penas había pensado ni una sola vez en sus padres durante sus viajes—… y entonces visitaremos a Victoria Forester, y…

 

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