Los Hijos de Anansi

—?Qué?

 

—Pues le he estado dando vueltas. Puede que no haya sido más que otra de sus bromas. él siempre disfrutó con esa clase de bromas.

 

—No sé. Puede —respondió Ara?a.

 

—Estoy seguro —dijo Gordo Charlie—. Eso es lo primero que voy a hacer. Voy a ir a ver su tumba y...

 

Pero ya no terminó la frase, porque justo en ese momento llegaron los pájaros. Eran pájaros de ciudad: gorriones y estorninos, palomas y cuervos, miles y miles de ellos, y se entrecruzaban formando como un tapiz, como un muro de pájaros que volaban sobre Regent Street directos hacia Ara?a y Gordo Charlie. Un ejército plumífero tan grande como la fachada de un rascacielos, perfectamente liso, perfectamente imposible, avanzando inexorablemente hacia ellos. Gordo Charlie lo estaba viendo, pero no le cabía en la cabeza. Miró hacia arriba y trató de comprender qué estaba viendo.

 

Ara?a le dio un codazo y gritó:

 

—?Corre!

 

Gordo Charlie echó a correr. Ara?a estaba doblando meticulosamente su periódico y, al terminar, lo dejó en la papelera.

 

—?Corre tú también!

 

—No te quiere a ti. Todavía no —le dijo, y sonrió de oreja a oreja. Aquella sonrisa, en sus tiempos, había convencido a más gente de la que podáis imaginar para que hicieran cosas que no querían hacer; y Gordo Charlie quería seguir corriendo—. Coge la pluma. Y busca a papá, si crees que todavía anda por aquí. Pero vete ya.

 

Gordo Charlie se fue.

 

Los pájaros se arremolinaron y el muro se convirtió en un torbellino que iba directo hacia la estatua de Eros y el hombre que estaba al pie de la estatua. Gordo Charlie corrió a refugiarse a la entrada de un portal y contempló cómo la base del torbellino colisionaba contra Ara?a. Gordo Charlie imaginó que oía gritar a su hermano entre el ruido ensordecedor de las alas. Puede que lo oyera.

 

Y entonces, los pájaros se dispersaron y la calle se quedó vacía. El viento arrastró por la acera unas cuantas plumas que habían caído al suelo.

 

Gordo Charlie se quedó allí de pie y sintió que se mareaba. Si los transeúntes habían visto lo que acababa de pasar, ninguno de ellos se había inmutado. De algún modo, estaba completamente seguro de que nadie más que él lo había visto.

 

Había una mujer al pie de la estatua, cerca de donde había estado su hermano unos momentos antes. Su andrajosa gabardina marrón ondeaba al viento. Gordo Charlie caminó hacia ella.

 

—Escucha —le dijo—, cuando te pedí que te deshicieras de él, me refería a que quería que le hicieras salir de mi vida. No que hicieras lo que sea que hayas hecho con él.

 

Ella le miró a los ojos, pero no dijo nada. Hay un toque de demencia en los ojos de algunas aves de presa, una ferocidad que puede llegar a dar mucho miedo. Gordo Charlie intentó que el miedo no se adue?ara de él.

 

—Cometí un error —le dijo— y estoy dispuesto a pagar por ello. Llévame a mí en su lugar. Haz que vuelva.

 

Ella seguía mirándole fijamente. Al cabo de unos minutos, dijo:

 

—No te quepa la menor duda de que también te llegará el turno, Compé hijo de Anansi. Cuando sea el momento.

 

—?Por qué te interesa tanto?

 

—A mí no me interesa —respondió ella—. ?Por qué habría de interesarme? Tenía un compromiso con alguien. Ahora se lo entregaré y habré cumplido con mi compromiso.

 

Las hojas del periódico se agitaron y Gordo Charlie se quedó solo.

 

 

 

 

 

Capítulo Undécimo

 

 

En el que Rosie aprende a decir ?no? a los desconocidos y Gordo Charlie se encuentra en posesión de una lima Gordo Charlie miró la tumba de su padre.

 

—?Estás ahí? —preguntó en voz alta—. Si estás, sal. Necesito hablar contigo.

 

Se acercó a la placa con el florero y se quedó mirándola. No sabía muy bien qué era lo que estaba esperando —ver salir de entre la tierra una mano, a lo mejor, y luego, la mano tirando para sacar la pierna—, pero no parecía que nada de eso fuera a pasar.

 

Estaba seguro de que algo pasaría.

 

Gordo Charlie se dirigió a la puerta del Parque Cementerio del Eterno Descanso. Se sentía como un idiota, igual que un concursante que acaba de apostar su millón de dólares a que el Mississippi es más largo que el Amazonas. Debería haberlo sabido. Su padre estaba más muerto que muerto, y había malgastado el dinero de Ara?a en una búsqueda completamente inútil. Se sentó junto a los molinillos que adornaban Bebelandia y se echó a llorar, y los mu?ecos le parecieron aún más tristes y solitarios que de costumbre.

 

Ella le estaba esperando en el aparcamiento, apoyada en el coche, fumándose un cigarrillo. Parecía incómoda.

 

—Hola, se?ora Bustamonte —saludó Gordo Charlie.

 

Ella dio una última calada, lo tiró al suelo y lo pisó con su zapato plano. Iba vestida de negro. Parecía cansada.

 

—Hola, Charles.

 

—De haber esperado encontrarme con alguien aquí, habría sido con la se?ora Higgler. O con la se?ora Dunwiddy.

 

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