Los Hijos de Anansi

—Pareces algo nervioso.

 

—Supongo que lo estoy. Pensarás que es una estupidez, pero estoy un tanto... bueno, tengo un problema con los pájaros.

 

—?Alguna clase de fobia?

 

—Algo así.

 

—Bueno, es el término por el que comúnmente se conoce ese temor irracional a los pájaros.

 

—?Y cuál es el término por el que comúnmente se conoce el miedo racional a los pájaros? —Y mordisqueó una galletita.

 

Un breve silencio.

 

—Bueno, en cualquier caso, te aseguro que en este coche no hay ningún pájaro —le dijo Daisy.

 

Aparcó en la doble línea amarilla, justo a la entrada del edificio en el que tenía su sede la Agencia Grahame Coats, y entraron juntos.

 

Rosie estaba tomando el sol junto a la piscina en la cubierta de popa de un crucero coreano, [8] con una revista sobre la cabeza y su madre al lado. Intentaba recordar lo que había bebido el día que decidió que irse de vacaciones con su madre podía ser una buena idea.

 

En el barco no tenían prensa británica, y Rosie tampoco la echaba de menos. Sin embargo, echaba de menos todo lo demás. Para ella, aquel crucero era una especie de purgatorio flotante, y lo único que lo hacía un poco más soportable eran las islas que visitaban prácticamente a diario. Los demás pasajeros bajaban a tierra a comprar o a hacer parapente o para pasar el día a bordo de un barco pirata y hartarse de beber ron. Rosie, por su parte, prefería pasear y hablar con los lugare?os.

 

Allí donde viera enfermos, necesitados o hambrientos, sentía ganas de ayudar. Para Rosie, no había nada que no se pudiera arreglar. Lo único que hacía falta era que alguien se pusiera a arreglarlo.

 

Maeve Livingstone imaginaba que la muerte sería muchas cosas, pero que resultara irritante no era una de ellas. Y, sin embargo, estaba irritada. Estaba harta de que la gente pasara a través de ella, harta de que todo el mundo la ignorara y, sobre todo, harta de no poder salir de aquel edificio de oficinas.

 

—Y digo yo, si tengo que encantar algún lugar —le dijo a la recepcionista—, ?por qué no puedo encantar Somerset House, que está en la acera de enfrente? Una arquitectura preciosa, una excelente vista del Támesis. Unos cuantos restaurantes peque?os y agradables, también. Sé que ya nunca más necesitaré comer pero, aun así, sería muy agradable poder entretenerme observando a la gente.

 

Annie, la recepcionista —cuyo trabajo desde que Grahame Coats desapareció consistía básicamente en atender las llamadas telefónicas con voz aburrida y decir: ?Me temo que no lo sé?, independientemente de lo que le preguntaran, y que, en sus ratos libres, se dedicaba a llamar a sus amigas para hablar de aquel misterio en voz muy baja pero excitada—, no le respondió, como tampoco había respondido antes a nada de lo que Maeve le había dicho.

 

La llegada de Gordo Charlie Nancy con la agente femenina rompió la monotonía.

 

A Maeve siempre le había caído bien Gordo Charlie, a pesar de que su trabajo consistía en asegurarle que pronto recibiría un cheque por correo, pero ahora podía ver cosas que antes no veía: había unas sombras que revoloteaban alrededor de Gordo Charlie, aunque siempre a cierta distancia; algo malo estaba a punto de suceder. Parecía como si estuviera huyendo de algo, y eso la preocupó.

 

Entró tras ellos en las oficinas de la Agencia Grahame Coats y se alegró al ver que Gordo Charlie iba directo a la librería que estaba en la pared del fondo del despacho.

 

—Y bien, ?dónde está ese panel secreto? —le preguntó Daisy.

 

—No es un panel, es una puerta. Detrás de esta librería. No sé. A lo mejor hay algún botón secreto o algo así.

 

Daisy observó la librería detenidamente.

 

—?Escribió Grahame Coats una autobiografía? —le preguntó a Gordo Charlie.

 

—No, que yo sepa.

 

Empujó un ejemplar encuadernado en piel titulado: Mi vida, de Grahame Coats. Se oyó un clic, y la librería se desplazó a un lado, dejando al descubierto una puerta cerrada con llave.

 

—Vamos a necesitar un cerrajero —dijo Daisy—. Y me parece, se?or Nancy, que ya puede usted marcharse.

 

—Ya —replicó Gordo Charlie—. Entiendo. Ha sido... hum... muy interesante. —Y, a continuación, a?adió—: Me imagino que no querrá. Comer. Conmigo. Un día de éstos.

 

—Dim sum —respondió Daisy—. A comer, el domingo. Pagaremos a medias. Será mejor que estés allí como un clavo a las once y media, cuando abran las puertas, si no, nos pasaremos un siglo haciendo cola. —Apuntó la dirección del restaurante y se la pasó a Gordo Charlie—. Ten cuidado con los pájaros, no vayan a hacerte algo de camino a casa.

 

—Lo tendré —respondió él—. Hasta el domingo.

 

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