Los Hijos de Anansi

El cerrajero abrió una cartera negra de pa?o y sacó varias ganzúas.

 

—Uno siempre piensa —dijo— que la gente andará más lista. No será por lo que cuesta una buena cerradura. A ver si me explico, mire esa puerta: bien buena que es. Bien maciza. Harían falta muchas horas para poder perforarla con un soplete. Y luego van y le ponen una cerradura que podría abrir hasta un ni?o chico con el mango de una cuchara... Vamos allá... Hala, más fácil, imposible.

 

Empujó la puerta. La puerta se abrió y vieron aquello tirado en el suelo.

 

—?Por Dios Santo! —exclamó Maeve Livingstone—. Esa no soy yo.

 

Pensó que sentiría más apego por su cadáver, pero no: le recordaba a un animal muerto en una cuneta.

 

El despacho no tardó en estar abarrotado de gente. Maeve, que nunca había tenido paciencia para seguir una serie policíaca, se aburrió enseguida, sólo sintió interés por ver qué estaba pasando cuando sintió que algo la arrastraba hasta el portal y, después, la obligaba a salir del edificio, mientras metían su cadáver en una bolsa de plástico azul y se la llevaban discretamente.

 

—Esto está mucho mejor —dijo Maeve Livingstone.

 

Estaba fuera.

 

Al menos, fuera del edificio.

 

Obviamente, existían unas reglas, y ella lo sabía. Tenía que haber unas reglas. Lo malo es que no estaba muy segura de cuáles eran.

 

De repente, lamentó no haber sido más religiosa en vida, pero nunca había podido con esas cosas: de ni?a, no había sido capaz de imaginar un Dios que fuera capaz de enfadarse tanto con alguien como para condenarlo a sufrir por toda la eternidad los tormentos del Infierno, y como nunca había terminado de creer en él, a medida que creció sus dudas fueron haciéndose cada vez más firmes hasta convertirse en una certeza absoluta de que la Vida, que empieza cuando nacemos y acaba cuando morimos, es nuestro único destino y que todo lo demás no son más que fantasías. Le había ido muy bien aferrándose a esa idea, y le había permitido desenvolverse sin problemas en cualquier circunstancia, pero aquello suponía todo un desafío a su fe.

 

Sinceramente, tampoco estaba muy segura de que una vida entera practicando escrupulosamente la religión verdadera hubiera podido prepararla para esto. Maeve estaba llegando a la conclusión de que, en un mundo bien organizado, la Muerte debería ser como uno de esos paquetes de vacaciones de lujo en los que todos los gastos están ya incluidos y, además, te dan una carpeta con los billetes, vales descuento, horarios y una serie de números de teléfono a los que puedes llamar en caso de que te surja cualquier problema.

 

Maeve no caminaba. Tampoco volaba. Se desplazaba como el viento, como un viento frío de oto?o que hacía que la gente se estremeciera cuando pasaba por su lado y alborotaba las hojas secas sobre las aceras.

 

Fue al lugar que primero visitaba siempre que pasaba por Londres: a Selfridges, los grandes almacenes ubicados en Oxford Street. Siendo muy joven, Maeve había trabajado en la sección de perfumería de Selfridges, cuando no le salía ningún trabajo como bailarina, y procuraba volver allí siempre que podía para comprar maquillajes caros, tal como se había prometido que haría en sus tiempos de dependienta.

 

Deambuló por la sección de cosméticos hasta que se aburrió, luego, se dio una vuelta por el departamento de muebles. Nunca tendría que comprar otra mesa de comedor, pero tampoco iba a pasar nada porque les echara un vistazo...

 

Después, siguió hacia el departamento de electrónica de Selfridges y se paseó por entre monitores de televisión de todos los tama?os posibles. Algunos tenían sintonizadas las noticias. Les habían quitado el sonido a todos los televisores, pero la imagen que aparecía en las pantallas era la de Grahame Coats. Sintió que la ira empezaba a hacerle hervir la sangre como si fuera lava. La imagen cambió y se vio a sí misma en un vídeo en el que aparecía junto a Morris. Lo reconoció, era el sketch ?Dame cinco pavos y te comeré a besos?, de Morris Livingstone, supongo.

 

Ojalá pudiera recargar el móvil, pensó. Incluso si volvía a responder aquella voz curil tan irritante, pensó, por lo menos tendría alguien con quien hablar. Pero, sobre todo, quería hablar con Morris. él sabría qué hacer. Esta vez le dejaría hablar. Esta vez le escucharía.

 

—?Maeve?

 

El rostro de Morris la miraba desde las pantallas de cientos de televisores. Por un instante, creyó que era cosa de su imaginación, luego, que formaba parte del informativo, pero Morris la miraba con cara de preocupación, volvió a pronunciar su nombre y, entonces, supo que era él.

 

—?Morris...?

 

él le dedicó una de sus famosas sonrisas, y todos los rostros en todas las pantallas se dirigieron directamente a ella:

 

—Hola, preciosa. Me estaba preguntando por qué tardabas tanto. Venga, ya es hora de que te vengas aquí.

 

—?Aquí?

 

—Al otro lado. Debes atravesar el valle. ?O es el velo? Da igual, lo que sea.

 

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