Los Hijos de Anansi

—Callyanne se ha marchado. La se?ora Dunwiddy me mandó a buscarte. Quiere verte.

 

?Son como la Mafia —pensó Gordo Charlie—. Una mafia posmenopáusica.?

 

—?Me va a hacer una oferta que no podré rechazar?

 

—Lo dudo. No se encuentra demasiado bien.

 

—Oh.

 

Gordo Charlie se subió al coche que había alquilado y siguió al Camry de la se?ora Bustamonte por las calles de Florida. Venía tan seguro de lo de su padre... Seguro de que lo encontraría vivo; seguro de que le ayudaría a...

 

Aparcaron frente a la casa de la se?ora Dunwiddy. Gordo Charlie miró hacia el jardín delantero, allí estaban los desvaídos flamencos de plástico, los gnomos y la bola roja cromada sobre su pie de cemento, igual que una enorme bola de Navidad. Fue hacia la bola —era exactamente igual que la que él había roto de ni?o— y vio su reflejo distorsionado que le miraba a su vez.

 

—?Para qué sirve? —preguntó.

 

—Para nada. Simplemente le gustó.

 

En el interior de la casa, el perfume de violetas era denso y empalagoso. La tía abuela de Gordo Charlie, Alanna, llevaba siempre caramelos de violeta en su bolso, pero a él no le gustaban demasiado, ni siquiera cuando aún era un ni?o rellenito y goloso, y sólo se los comía cuando no había ninguna otra golosina. La casa de la se?ora Dunwiddy olía como aquellos caramelos. Llevaba veinte a?os sin acordarse de los caramelos de violeta de la tía Alanna. ?Seguirían fabricándolos? Es más, ?a quién se le habría ocurrido fabricar una cosa así...?

 

—Está al fondo del pasillo —dijo la se?ora Bustamonte, se?alando en esa dirección. Gordo Charlie fue al dormitorio de la se?ora Dunwiddy.

 

La cama no era demasiado grande, pero allí acostada, la se?ora Dunwiddy parecía una mu?eca grande. Llevaba puestas sus gafas, y una cosa en la cabeza que resultó ser un gorro de dormir, el primero que Gordo Charlie veía en su vida. Era una cosa bordada, de color amarillento y aspecto un tanto victoriano y cursi. La se?ora Dunwiddy estaba recostada en una monta?a de almohadas, con la boca abierta, y roncaba suavemente cuando entró Gordo Charlie.

 

Tosió para hacerle notar su presencia.

 

La se?ora Dunwiddy giró la cabeza, abrió los ojos y se le quedó mirando. Se?aló con el dedo la mesilla de noche, y Gordo Charlie cogió el vaso de agua que estaba encima y se lo acercó. La anciana lo cogió con ambas manos, como si fuera una ardilla cogiendo una nuez, y bebió un largo trago antes de devolvérselo a Gordo Charlie.

 

—Se me seca mucho la boca —le explicó—. ?Sabes cuántos a?os tengo?

 

—Hum. —No había forma de acertar con aquella respuesta, pensó—. No.

 

—Ciento cuatro.

 

—Increíble. No los aparenta usted. Es decir, es fantástico que...

 

—Cierra el pico, Gordo Charlie.

 

—Perdón.

 

—Tampoco me digas ?perdón? de esa manera, como un perro que acaba de ser abroncado por ensuciar el suelo de la cocina. Levanta la cabeza. Mira al mundo de igual a igual. ?Me has oído?

 

—Sí, perdón. Digo, sólo sí.

 

La anciana suspiró.

 

—Quieren llevarme al hospital. Pero yo les digo que el que llega a los ciento cuatro, se ha ganado el derecho a morir en su cama. Hice bebés en esta misma cama, hace muchos a?os ya, y parí bebés en esta misma cama, y no pienso ir a morir a ningún otro sitio. Y otra cosa... —Dejó de hablar, cerró los ojos, y respiró honda y lentamente. Justo cuando Gordo Charlie pensaba que se había quedado dormida, abrió los ojos y continuó—: Gordo Charlie, si alguna vez te preguntan si quieres vivir ciento cuatro a?os, di que no. A uno le duele todo. Todo. Incluso tengo dolores en sitios que ni los médicos conocen.

 

—Lo tendré presente.

 

—No empieces otra vez.

 

Gordo Charlie miró a la menuda anciana en su cama de madera toda blanca.

 

—?Digo ?perdón?, o no? —le preguntó.

 

La se?ora Dunwiddy desvió la mirada con aire de culpabilidad.

 

—Te jugué una mala pasada —dijo—. Hace muchos a?os, te hice una faena.

 

—Lo sé —respondió Gordo Charlie.

 

Puede que la se?ora Dunwiddy se estuviera muriendo, pero le echó aquella mirada que hacía que cualquier ni?o menor de cinco a?os saliera corriendo y se pusiera a llamar a gritos a su mamá.

 

—?Qué quieres decir con eso de que ya lo sabes?

 

—Lo suponía. Seguramente no llegué a imaginarlo exactamente, pero sí de manera bastante aproximada. No soy idiota.

 

Ella le observó serenamente a través de sus cristales de culo de vaso y dijo:

 

—No, no lo eres. Ahí te voy a dar la razón.

 

La anciana alzó su mano sarmentosa.

 

—Alcánzame otra vez el vaso. Eso es. —Al beber, sacaba un poco la lengua, una lengua morada y peque?a—. Me alegro de que hayas podido venir hoy. Ma?ana, toda la casa estará llena de nietos y bisnietos, tristes, que intentarán convencerme para que vaya a morir al hospital y me harán toda clase de zalamerías para sacarme alguna cosa. No saben quién soy yo. He enterrado a todos mis hijos. A todos.

 

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