—?Quiere que vaya a pedir ayuda? —le preguntó Gordo Charlie.
La anciana asintió, y siguió tratando de coger aire. La dejó allí, atragantándose y resollando, y salió a buscar a la se?ora Bustamonte. Estaba sentada en la cocina, viendo el programa de Oprah en un televisor portátil.
—Necesita que la atienda —le dijo.
La se?ora Bustamonte fue a ver. Volvió con la jarra de agua, ya vacía.
—Pero ?qué es lo que le has dicho para que se ponga así?
—?Ha sufrido un ataque o algo así?
La se?ora Bustamonte le miró.
—No, Charles. Se estaba riendo de ti. Dice que la pones de buen humor.
—Oh. Me dijo que la se?ora Higgler se había ido a casa. Yo le pregunté si era una manera de decir que estaba muerta.
La se?ora Bustamonte sonrió.
—Saint Andrews —le dijo—. Callyanne se ha ido a Saint Andrews.
La se?ora Bustamonte llenó la jarra en el fregadero.
—Cuando empezó toda esta historia —dijo Gordo Charlie—, pensaba que Ara?a y yo estábamos enfrentados, y que ustedes cuatro estaban de mi lado. Y ahora se han llevado a Ara?a y soy yo contra ustedes cuatro.
La se?ora Bustamonte cerró el grifo y le miró con antipatía.
—Yo ya no me creo nada —afirmó Gordo Charlie—. Seguramente, la se?ora Dunwiddy se está fingiendo enferma. Me apuesto lo que sea a que, en cuanto yo me marche, se levantará y se pondrá a bailar un charlestón alrededor de su cama.
—Ha dejado de comer. Dice que le sienta mal. Se niega en redondo a comer nada. Sólo bebe agua.
—?En qué parte de Saint Andrews está la se?ora Higgler? —le preguntó Gordo Charlie.
—Lárgate de una vez —replicó ella—. Tú y tu familia ya nos habéis hecho suficiente da?o.
Pareció que Gordo Charlie iba a decir algo más, pero no lo hizo, se marchó sin decir una sola palabra.
La se?ora Bustamonte fue a llevarle la jarra de agua a la se?ora Dunwiddy, que estaba en la cama, tranquila.
—El hijo de Nancy nos odia —dijo la se?ora Bustamonte—. ?Qué le has dicho, si puede saberse?
La se?ora Dunwiddy no respondió. La se?ora Bustamonte escuchó y, una vez se hubo asegurado de que la anciana todavía respiraba, le quitó sus gafas de culo de vaso y las dejó en la mesilla. Luego, la arropó hasta los hombros.
Hecho esto, se limitó a esperar a que le llegara el fin.
Gordo Charlie cogió el coche, aunque no tenía muy claro adónde iba. Era la tercera vez que cruzaba el Atlántico en las últimas dos semanas, y prácticamente se le había acabado el dinero que Ara?a le había dado. Estaba solo en el coche, así que se puso a cantar en voz baja.
Estaba pasando por delante de un restaurante jamaicano cuando vio un cartel en un escaparate: Descuentos en viajes a las Islas. Frenó y entró en la tienda.
—En viajes A—One le encontraremos un viaje a la medida de sus necesidades —le dijo el agente de viajes. Hablaba en ese tono bajo y humilde que los médicos suelen utilizar cuando tienen que decirle a un paciente que su brazo no tiene solución y que hay que amputarlo.
—Eeh... Ya. Gracias. Eeh... ?Cuál es la oferta más barata que tienen para Saint Andrews?
—?Se va usted de vacaciones?
—La verdad es que no. Sólo estaré allí un día. Quizá dos.
—?En qué fecha quiere salir?
—Esta misma tarde.
—Ya veo, me está gastando una broma.
—En absoluto.
El tipo echó un vistazo a la pantalla del ordenador con aire desolado. Tecleó algo.
—Me parece que no tenemos nada por debajo de mil doscientos dólares.
—Oh. —Gordo Charlie se desinfló.
El tipo hizo una nueva consulta.
—Esto tiene que ser un error —y, continuó—, espere un segundo. —Llamó por teléfono—. ?Este precio sigue vigente? —Anotó unos números en una libreta. Levantó la vista para mirar a Gordo Charlie—. Si puede prolongar su estancia, y se aloja en el hotel Dolphin, podría conseguirle una semana de vacaciones por quinientos dólares, en régimen de pensión completa. El vuelo le sale gratis, sólo tiene que pagar las tasas de aeropuerto.
Gordo Charlie parpadeó, incrédulo.
—?Tiene trampa?
—La oferta forma parte de un plan de promoción del turismo en la isla. Es algo relacionado con el festival de música. No pensé que siguiera vigente. Pero ya sabe usted lo que se suele decir: las cosas valen lo que cuestan. Y si quiere comer fuera del hotel, a lo mejor no le compensa.
Gordo Charlie le entregó los quinientos dólares en billetes arrugados.
Daisy empezaba a sentirse como uno de esos polis que sólo se ven en las películas: fuertes, duros de pelar y siempre dispuestos a desafiar las normas; un poli de esos que siempre quieren saber si crees que es tu día de suerte, o si quieres arreglarle el día; esos que dicen ?Estoy viejo para esta mierda?. Daisy tenía veintiséis a?os, y quería decirle a la gente que estaba vieja para esta mierda. Sí, sabía perfectamente que sonaba ridículo, muchas gracias.