Y así, cada ma?ana amanecía un nuevo día, y Grahame Coats, que había abandonado su antigua vida hacía tan sólo una semana, había empezado ya a experimentar la frustración del fugitivo. Tenía una piscina, sí, y cocoteros, y vides, y mirísticas; tenía una bodega bien surtida y una bodega para carne sin carne. Tenía televisión por satélite, una amplia colección de DVD, además de algunas obras de arte —por valor de varios miles de dólares— que adornaban las paredes de la casa. Tenía un cocinero, que venía cada día a prepararle las comidas, un ama de llaves y un jardinero (un matrimonio que venía unas horas cada día para ocuparse de la casa y la finca). La comida era excelente, el clima —si a uno le gustan los días soleados y calurosos— perfecto, y nada de todo esto le hacía tan feliz como él consideraba que debería serlo.
No se había afeitado desde que salió de Inglaterra, pero aún no tenía una barba propiamente dicha, sino más bien esa barba de tres días que suele dar al hombre un aspecto sospechoso. Sus ojos tenían una sombra negra alrededor, como los ojos de un panda, y las ojeras eran tan oscuras que casi parecían cardenales.
Nadaba un rato todos los días, por la ma?ana, pero, en general, evitaba el sol; no había amasado aquella fortuna para no poder disfrutarla por culpa de un cáncer de piel, se decía. Ni por ningún otro motivo.
Pensaba demasiado en Londres. En Londres, en todos y cada uno de sus restaurantes favoritos, los ma?tres le llamaban por su nombre y se aseguraban de que todo estuviera a su gusto. En Londres había gente que le debía favores, y nunca tenía dificultades para conseguir invitaciones para cualquier estreno —y allí había estrenos todas las noches—. Siempre había pensado que disfrutaría en grande de su exilio, pero empezaba a sospechar que se había equivocado.
Buscando un cabeza de turco, llegó a la conclusión de que toda la culpa era de Maeve Livingstone. Ella le había provocado. Había intentado robarle. Era una zorra, una descarada, una mesalina. Se merecía todo lo que le había pasado. Y más que debería haber sufrido. Si llegaran a entrevistarle algún día en televisión, habría contado con aire inocente y lastimoso cómo, en realidad, él no había hecho otra cosa que proteger su patrimonio y su honor de una loca muy peligrosa. Francamente, debía de haber sido un milagro lo que le permitió salir con vida de aquel despacho...
Le había gustado de verdad ser Grahame Coats. En esos momentos, como siempre que estaba en la isla, era Basil Finnegan, y eso le fastidiaba. No se sentía un Basil. Se había ganado su basilismo con gran esfuerzo —el verdadero Basil había muerto siendo un bebé, y su fecha de nacimiento no andaba muy lejos de la de Grahame. Hizo falta conseguir un certificado de nacimiento, primero, y una carta de un sacerdote inexistente, después, para que Grahame Coats consiguiera un pasaporte y una identidad nuevos—. Había mantenido viva su nueva identidad; Basil tenía un sólido historial bancario, Basil viajaba a lugares exóticos, Basil se había comprado una lujosa mansión en Saint Andrews sin haberla visto siquiera. Pero, tal como Grahame lo veía, Basil había estado trabajando para él, y ahora el criado se había convertido en el amo. Basil Finnegan se lo había comido vivo.
—Si me quedo aquí —dijo Grahame Coats—, voy a acabar volviéndome loco.
—?Decía usted? —le preguntó el ama de llaves, plumero en mano, apoyada en el quicio de la puerta.
—Nada —respondió Grahame Coats.
—Me pareció que decía que si se quedaba aquí, se iba a volver loco. Debería salir a dar un paseo. Le hará bien caminar un poco.
Grahame Coats no paseaba; tenía gente que lo hacía por él. Pero, pensó, quizá Basil Finnegan sí paseaba. Se puso un sombrero de ala ancha y cambió sus sandalias por un calzado más cómodo para caminar. Cogió su móvil, le dio instrucciones al jardinero de que fuera a buscarle cuando le llamara y salió de la casa rumbo a la ciudad más cercana.
El mundo es un pa?uelo. No hace falta haber vivido mucho tiempo en él para darse cuenta. Hay una teoría según la cual, en todo el mundo, no existen, de verdad, más que quinientas personas (el reparto, por así decirlo; todos los demás, según esta teoría, no son más que meros extras) y, lo que es más, todos se conocen entre sí. Y es verdad, por lo menos hasta cierto punto. En realidad, el mundo se compone de miles y miles de grupos de unas quinientas personas cada uno, y todos ellos se pasan la vida tropezándose los unos con los otros, o tratando de evitarse unos a otros, y, tarde o temprano, se encuentran comprando té en una peque?a y recoleta tienda en Vancouver. Sucede de forma inevitable. No son meras coincidencias. Simple y llanamente, el mundo funciona así, sin hacer distinción entre individuos o propiedades.
Así, Grahame Coats entró en un peque?o café en la carretera que iba a Williamstown para tomar un refresco y sentarse un rato mientras llamaba a su jardinero para que viniera a buscarlo.
Pidió una Fanta y se sentó a una mesa. El lugar estaba prácticamente vacío: dos mujeres, una joven y otra un poco más mayor, estaban sentadas en un rincón del fondo, tomando café y escribiendo unas postales.
Grahame Coats contempló la playa, al otro lado de la carretera. Era el paraíso, pensó. Quizá debiera involucrarse más en la política del lugar; quizá como mecenas. Ya había hecho varias donaciones muy sustanciosas al cuerpo de policía, cosa que incluso podría llegar a convertirse en algo necesario para asegurarse de que...
A su espalda, una voz emocionada e indecisa se dirigió a él:
—?Se?or Coats?