Los Hijos de Anansi

Delante de él había una especie de raja en el cielo, y caminó hacia ella.

 

Veía una isla un poco más adelante. Y, en el centro de la isla, una monta?a. Veía un cielo muy azul, palmeras que se mecían con la brisa y una blanca gaviota en lo alto del cielo. Pero el mundo parecía alejarse. Era como si lo estuviera mirando por un telescopio puesto del revés. Se encogía y se le escapaba de las manos y, cuanto más corría hacia él, más parecía alejarse.

 

La isla era un reflejo en un charco de agua y, un momento después, ya no estaba ahí.

 

Ara?a estaba dentro de una cueva. Los bordes de las cosas eran cortantes y afilados, más cortantes y más afilados que en ningún otro sitio que él hubiera conocido. Aquel lugar era diferente de todos los demás.

 

Ella estaba de pie, a la entrada de la cueva, entre Ara?a y el exterior. La conocía. Era la misma que le había mirado cara a cara en aquel restaurante griego, en el sur de Londres, y de cuya boca habían salido todos aquellos pájaros.

 

—Tengo que decir —le dijo Ara?a— que tienes una extra?a idea de lo que es la hospitalidad. Si tú vinieras a verme a mi casa, te prepararía una buena cena, abriría una botella de vino, pondría música suave y me encargaría de hacerte pasar una velada inolvidable.

 

La mujer se quedó impasible; su rostro parecía tallado en negro granito. El viento hacía ondear los faldones de su vieja gabardina marrón. Entonces, la mujer habló, su voz sonaba distante y solitaria, como el chillido de una gaviota lejana.

 

—Te atrapé —dijo—. Ahora, tú le llamarás.

 

—?Llamar? ?Llamar a quién?

 

—Gemirás —dijo ella—. Llorarás a gritos. Tu miedo le inquietará.

 

—Ara?a no gime —respondió. No estaba muy seguro de que eso fuera verdad.

 

Le miró fijamente a los ojos con sus brillantes ojos negros como esquirlas de obsidiana. Eran como dos agujeros negros, no expresaban nada, no revelaban nada de lo que pudiera estar pasando por su cabeza.

 

—Si me matas —le dijo Ara?a—, haré caer sobre ti una maldición.

 

No estaba muy seguro de tener el poder de lanzar maldiciones. Aunque era probable que sí; y sí no, estaba seguro de poder, al menos, fingir que lo tenía.

 

—No seré yo quien te mate —le respondió.

 

La mujer levantó una mano, pero no era una mano, era la garra de una rapaz. Le pasó la garra por la cara y el pecho, clavándola cruelmente en su carne, desgarrando su piel.

 

No le dolía, pero Ara?a sabía que el dolor no tardaría en aparecer.

 

Gotas de sangre ti?eron su pecho de rojo y rodaron por su cara. Le dolían los ojos. Notó que la sangre llegaba a sus labios. Sentía su sabor y su olor ferruginoso.

 

—Y ahora —dijo con aquella voz de aves distantes—, ahora es cuando empieza tu muerte.

 

—Los dos somos seres razonables —dijo Ara?a—. Deja que te plantee una alternativa que podría resultar más práctica y, a la vez, beneficiosa para ambos.

 

Mientras hablaba, Ara?a sonreía con naturalidad, y sus palabras sonaban muy convincentes.

 

—Hablas demasiado —replicó ella, y negó con la cabeza—. Se acabó la charla.

 

Se metió las afiladas garras en la boca y se arrancó la lengua de un tirón.

 

—Ya está —dijo. Y al parecer, se apiadó de Ara?a, porque acarició su rostro casi con ternura. Luego, le ordenó—: duerme.

 

Y Ara?a se durmió.

 

La madre de Rosie acababa de salir del ba?o. Reapareció con aire más fresco y descansado, estaba resplandeciente.

 

—Antes de acercarlas a Williamstown, ?permiten que les ense?e mi casa? —les preguntó Grahame Coats.

 

—La verdad es que deberíamos regresar al barco ya, pero, de todos modos, se lo agradezco —respondió Rosie, que no había sido capaz de convencerse a sí misma de que le apetecía darse un ba?o en casa de Grahame Coats.

 

Su madre echó un vistazo al reloj.

 

—Aún disponemos de noventa minutos —dijo—. No tardaremos más de quince en llegar al puerto. No seas descortés, Rosie. Nos encantaría ver su casa.

 

Así pues, Grahame Coats les ense?ó la sala de estar, el estudio, la biblioteca, la sala de televisión, el comedor, la cocina y la piscina. Abrió una puerta que había debajo de la escalera de la cocina —parecía la puerta de un escobero o algo similar— y bajó con sus invitadas por la escalera de madera hasta la bodega, que estaba excavada en la roca. Les mostró sus vinos, la mayor parte de los cuales ya estaban ahí cuando compró la casa. Las condujo hasta el fondo de la bodega y les ense?ó una cámara que, en tiempos, cuando no existían las neveras, había sido una fresquera para conservar la carne, pero que estaba en desuso. Siempre hacía frío en aquella cámara; del techo colgaban gruesas cadenas que acababan en un garfio del que se colgaban en aquellos tiempos reses enteras abiertas en canal. Grahame Coats sujetó amablemente la pesada puerta de hierro macizo para que sus invitadas pudieran entrar a echar un vistazo.

 

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