Gordo Charlie subió al abarrotado minibús. El drum and bass acabó resolviéndose, de forma absurda e improbable, en el Smoke on the Water de Deep Purple. Gordo Charlie logró hacerse un sitio al lado de una mujerona con un pollo en el regazo. Detrás de ellos, dos chicas blancas iban comentando las fiestas a las que habían asistido la noche anterior y los defectos de los eventuales novios que habían ido acumulando en el transcurso de sus vacaciones.
Gordo Charlie vio pasar el coche negro o, un Mercedes, dirigiéndose hacia lo alto del acantilado. Tenía una raya en uno de los lados. Se sintió culpable y pensó que ojalá no le hubiera estropeado mucho la pintura. Los cristales tintados eran tan oscuros que daba la impresión de que no llevara conductor...
De pronto, una de las chicas le dio un toque en el hombro y le preguntó si sabía de alguna fiesta guay para esa misma noche, y cuando le respondió que no, se puso a hablarle de una fiesta en una cueva a la que había asistido dos noches antes: había piscina, un sistema de sonido increíble, luces y mazo de cosas. A todo esto, Gordo Charlie no reparó en que el Mercedes negro había seguido al minibús hasta Williamstown, ni de que sólo se marchó cuando Gordo Charlie bajó su bici de la baca (?la próxima vez, no se olvide de traer la lima?) y entró en el vestíbulo del hotel.
Sólo entonces, el coche emprendió el camino de regreso hacia la casa en lo alto del acantilado.
Benjamin, el conserje, le echó un vistazo a la bici y le dijo a Gordo Charlie que no se preocupara, que la tendría arreglada y como nueva a la ma?ana siguiente.
Gordo Charlie subió a su habitación, decorada en un color que recordaba el fondo del mar. Allí estaba su lima, como un peque?o Buda de color verde, sobre la cómoda.
—No me resultas muy útil —le dijo a la lima.
Estaba siendo injusto con ella. No era más que una lima; no tenía nada de especial. La pobre hacía lo que podía.
Los cuentos son telara?as, conectados entre sí hilo a hilo, y cada uno de los cuentos te lleva al centro mismo de la tela, porque el centro es el final. Cada persona es un hilo del cuento.
Daisy, por ejemplo.
Daisy no habría podido permanecer tanto tiempo en la policía de no haber tenido un lado sensato, que era básicamente lo que la gente percibía en ella. Respetaba las leyes y también las normas. Entendía que muchas de estas normas eran perfectamente arbitrarias —por ejemplo, las que dictaban dónde se podía aparcar y dónde no o los horarios comerciales—, pero que, incluso éstas, contribuían a organizar el esquema general. Las normas aseguraban la convivencia social. La protegían.
Su compa?era de piso, Carol, pensaba que Daisy se había vuelto loca.
—No puedes marcharte sin más y decir que te vas de vacaciones. No es así como funcionan las cosas. No eres una poli de esas que se ven en las series de la tele, ?sabes? No puedes irte de viaje sin más para seguir una pista.
—Vale, en ese caso, no estoy siguiendo ninguna pista —mintió Daisy—. Simplemente, me voy de vacaciones.
Lo dijo en un tono tan convincente que la poli sensata que llevaba dentro se quedó muda de asombro y, a continuación, empezó a decirle exactamente lo que no estaba haciendo bien: para empezar, le recordó que nadie le había dado permiso para tomarse unos días de vacaciones —y eso, le susurró la poli sensata, era negligencia profesional— y siguió enumerando todas y cada una de las faltas que cometería si seguía adelante con sus planes.
Siguió explicándoselas de camino al aeropuerto y mientras sobrevolaba el Atlántico. Le recordó que, incluso si lograba evitar un borrón permanente en su expediente —o aún más, la expulsión definitiva del cuerpo—, incluso en el supuesto de que finalmente encontrara a Grahame Coats, no habría nada que ella pudiera hacer al respecto. La policía británica no veía con buenos ojos que sus agentes se dedicaran a secuestrar criminales en el extranjero, y mucho menos que los arrestaran, y no era razonable pensar que lograría persuadirle para que regresara voluntariamente al Reino Unido.
Sólo cuando Daisy se bajó del avión que había tomado en Jamaica y saboreó el aire —terroso, especiado, húmedo, casi dulce— de Saint Andrews, su poli sensata dejó de intentar convencerla de que aquello era, simple y llanamente, una locura. Y fue porque otra voz ahogó la suya. ??Hombres malvados, cuidado conmigo! —cantaba—. ?Mucho cuidado! ?Andaos con ojo! ?Hombres malvados, dondequiera que estéis!?, y Daisy marchaba a su son. Grahame Coats había matado a una mujer en su despacho de Aldwych y se había ido de rositas. Y lo había hecho prácticamente delante de sus propias narices.
Daisy sacudió la cabeza, recogió su maleta, informó alegremente al agente de inmigración de que había venido de vacaciones, y se dirigió a la parada de taxis.
—Lléveme a un hotel que no sea demasiado caro, ni tampoco cutre, por favor —le dijo al taxista.
—Conozco el sitio perfecto para ti —le dijo—. Sube.