Los Hijos de Anansi

Gordo Charlie cogió su bici y pedaleó en dirección al sur.

 

En Saint Andrews la información circulaba por canales que a Gordo Charlie —que, en cierto modo, creía que los cocoteros y los teléfonos móviles deberían ser mutuamente excluyentes— le sorprendieron sobremanera. Por lo visto, daba igual con quién hablara: viejos sentados a la sombra jugando a las damas; mujeres con pechos como melones y traseros del tama?o de una mesa camilla cuya risa parecía el canto de un ruise?or; una circunspecta jovencita en la oficina de turismo; un rasta barbudo con un gorro de punto verde, rojo y amarillo y una especie de faldita corta de punto: todos le respondían lo mismo.

 

—?Es usted el de la lima?

 

—Supongo que sí.

 

—Ensé?enosla.

 

—La he dejado en el hotel. Escuche, estoy tratando de localizar a Callyanne Higgler. Es una se?ora de unos sesenta a?os. Americana. Lleva una enorme taza de café en la mano.

 

—No me suena.

 

Gordo Charlie no tardó en descubrir que moverse en bici por la isla entra?aba ciertos peligros. El principal medio de transporte en la isla era el minibús; sin licencia, temerarios, siempre abarrotados, los minibuses circulaban a toda velocidad por la isla, pitando y haciendo chirriar los frenos, tomando las curvas sobre dos ruedas, confiando en que el peso de sus pasajeros evitaría que volcaran. En aquella primera ma?ana, Gordo Charlie se habría matado ya una docena de veces de no ser por el drum and bass que sonaba a modo de hilo musical en todos los minibuses: podía sentir los bajos en la boca del estómago incluso antes de oír el sonido del motor, y eso le daba tiempo más que suficiente para apartarse a un lado.

 

Aunque ninguna de las personas con las que se paraba a hablar le eran de mucha ayuda, todos se mostraban extraordinariamente amables. Gordo Charlie se detuvo varias veces en el transcurso de su expedición al sur para llenar de agua su botella: unas veces en cafés, otras en casas particulares. Todos le recibían con gran alborozo, aunque no supieran nada de la se?ora Higgler. Volvió al hotel Dolphin a tiempo para la cena.

 

Al día siguiente fue hacia el norte. Volviendo ya a Williamstown, a media tarde, hizo una parada en lo alto de un acantilado, se bajó de la bici y caminó hacia la verja de una lujosa mansión con vistas a la bahía. Llamó al portero automático y dijo: ?hola?, pero nadie le contestó. Había un impresionante coche negro aparcado frente a la entrada de la casa. Gordo Charlie pensó que no debía de haber nadie en la casa, pero vio moverse una cortina en una de las ventanas del piso de arriba.

 

Volvió a llamar.

 

—Hola —dijo—. Sólo quería saber si podrían dejarme entrar para coger un poco de agua.

 

No hubo respuesta. Quizá lo de la ventana había sido cosa de su imaginación. Por lo visto, aquel lugar le volvía propenso a imaginar cosas: empezó a imaginar que alguien le observaba, no desde la casa, sino oculto en los matorrales que flanqueaban el camino.

 

—Disculpen que les haya molestado —dijo por el altavoz del portero automático, y se volvió a montar en la bici.

 

El camino hasta Williamstown era todo cuesta abajo. Seguro que por el camino habría uno o dos cafés donde poder llenar su botella, o alguna casa particular donde la gente sería más hospitalaria.

 

Bajaba por la carretera —el acantilado parecía ahora una empinada colina que iba a parar directamente al mar—, cuando un coche negro se colocó detrás de él y aceleró haciendo rugir el motor. Gordo Charlie se dio cuenta demasiado tarde de que el conductor no le había visto, el coche rozó el manillar de la bici y Gordo Charlie cayó rodando colina abajo con bici y todo. El coche negro no se detuvo.

 

Hacia la mitad de la cuesta, Gordo Charlie logró levantarse por sus propios medios.

 

—Casi me matas —gritó.

 

El manillar se había dado la vuelta. Empujó la bici colina arriba y volvió a la carretera. El retumbar del drum and bass le alertó: se acercaba un minibús. Gordo Charlie le hizo se?as y el minibús se detuvo.

 

—?Puedo subir ahí al fondo con la bici?

 

—No hay sitio —le contestó el conductor, pero sacó unos pulpos de debajo de su asiento y colocó la bici en la baca del minibús. Luego, sonrió de oreja a oreja—. Tú debes de ser el inglés de la lima.

 

—No la llevo encima en este momento. La tengo en el hotel.

 

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