—Entonces, será mejor que no lo haga —dijo Maeve—. Lo daremos por supuesto. ?Y qué hizo Anansi?
—Pues, Anansi ganó los cuentos... ?Los ganó, sin más? No. Se los ganó a pulso. Se los arrebató al Tigre, y se aseguró de que el Tigre no pudiera volver a pisar el mundo real. No en persona. Los cuentos que la gente contaba se convirtieron en cuentos de Anansi. Esto debió de ser hace diez o quince mil a?os. Pues bien, en los cuentos de Anansi había ingenio, bromas y sabiduría. La gente, en cualquier rincón del mundo, no pensaba sólo en cazar y ser cazados. En ese momento empezaron a pensar para encontrar el modo de resolver sus problemas; aunque, a veces, se ponían a pensar y sólo conseguían complicarlos más. Aún necesitaban llenarse la barriga, pero ahora intentaban encontrar el modo de hacerlo sin tener que trabajar: en ese momento fue cuando la gente empezó a usar la cabeza. Algunos creen que las primeras herramientas fueron las armas, pero es justo al revés. En primer lugar, la gente es la que interpreta para qué puede servir determinada herramienta. La muleta fue siempre antes que la cachiporra. Porque entonces la gente contaba cuentos de Anansi, y empezaba a pensar en cómo conseguir un beso, o cómo conseguir algo a cambio de nada siendo más listo o más gracioso que otro. Y entonces fue cuando se empezó a construir el mundo.
—No es más que un cuento de hadas —dijo Maeve—. Fueron los hombres quienes se inventaron los cuentos.
—?Cree que eso cambia las cosas? —le preguntó el anciano—. Puede que Anansi no sea más que el personaje de un cuento, inventado en algún lugar de áfrica en el amanecer de los tiempos. Puede que un ni?o, con una mosca posada en la pierna, estuviera sentado un día en la arena, jugando con la tierra, y se inventara un cuento absurdo sobre un mu?eco hecho de alquitrán. ?Qué más da? La gente responde a los cuentos. Se los cuentan a sí mismos. Los cuentos se propagan a través de la gente que los cuenta, los cuentos cambian a quien los cuenta. Porque esos mismos que nunca habían pensado en nada que no fuera huir de los leones, o mantenerse alejados de los ríos para no ser devorados por los cocodrilos, esos mismos, decía, empezaron a so?ar con un mundo completamente nuevo. Puede que el mundo fuera el mismo, pero estaba pintado de otro color. ?Me sigue? El cuento no ha cambiado, es el mismo de siempre, lo que sí ha cambiado es el significado del cuento. Eso es lo que cambia.
—?Me está usted diciendo que, antes de que los cuentos fueran de Anansi, el mundo era un lugar salvaje y malo?
—Sí. Exactamente.
Maeve se quedó asimilando aquello.
—Bueno —dijo en tono jovial—, entonces, es una suerte que los cuentos sean ahora de Anansi.
El anciano asintió.
—Y el Tigre, ?no quiere recuperarlos? —le preguntó Maeve.
El viejo asintió.
—Lleva diez mil a?os queriendo recuperarlos.
—Pero no lo conseguirá, ?verdad?
El anciano no respondió. Se quedó un momento con la mirada perdida. Luego, se encogió de hombros.
—Sería terrible que lo consiguiera.
—?Y qué pasa con Anansi?
—Anansi está muerto —respondió el anciano—. Y un duppy ya no puede hacer gran cosa.
—Como duppy que soy —dijo Maeve—, me siento ofendida.
—Bueno —replicó el anciano—, los duppies no pueden tocar a los vivos, ?recuerda?
Maeve se quedó pensando.
—Y, entonces, ?qué es lo que sí puedo tocar? —le preguntó.
La expresión que cruzó momentáneamente su anciano rostro era, a un tiempo, astuta y maliciosa.
—Pues —dijo—, podrías tocarme a mí.
—Para su información —respondió ella en tono mordaz—, soy una mujer casada.
Aquello sólo le hizo sonreír aún más. Su sonrisa era tierna y amable, pero tan reconfortante como peligrosa.
—Como vulgarmente se dice, ese compromiso sólo es válido ?hasta que la muerte nos separe?.
Maeve no se dejó impresionar.
—La cuestión es —le explicó— que ahora eres una chica inmaterial. Puedes tocar cosas inmateriales. Como yo. Lo que quiero decir es que, si te apetece, podríamos ir a bailar. Conozco un sitio que está en esta misma calle, un poco más abajo. Nadie se fijará en que hay dos duppies en la pista de baile.
Maeve se lo pensó. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que fue a bailar.
—?Es usted un buen bailarín? —le preguntó.
—Nadie se me ha quejado nunca —respondió él.
—Quiero encontrar a un hombre, está vivo y se llama Grahame Coats —le explicó—. ?Podría usted ayudarme a encontrarlo?
—Puedo, en efecto, orientarte en la dirección correcta —dijo—. Y bien, ?bailas?
Maeve esbozó una sonrisa.
—?Me está usted invitando?
Las cadenas que habían mantenido cautivo a Ara?a se cayeron. El dolor, que había sido abrasador y continuo como un fuerte dolor de muelas en todo el cuerpo, empezaba a remitir.
Ara?a dio un paso al frente.