Fue entonces cuando decidió que deseaba ver a Grahame Coats, y ahí fue cuando la cosa empezó a ir mal. Por un momento, se encontró de nuevo en las oficinas de la Agencia Grahame Coats; luego, en una casa vacía en Purley, que reconoció inmediatamente —recordaba haber estado allí con ocasión de una cena que había celebrado Grahame Coats hacía diez a?os— y, entonces...
Entonces se perdió. Y cada vez que intentaba ir a otro sitio, la cosa se ponía aún peor.
No tenía ni idea de dónde estaba en ese momento. Parecía un jardín o algo así.
Un chaparrón lo dejó todo perdido de agua, pero ella no se mojó. Salía un leve vapor del suelo, así que no podía estar en Inglaterra. Se estaba haciendo de noche.
Se sentó en el suelo y empezó a moquear.
?Venga —se dijo—. Maeve Livingstone, tienes que sobreponerte.? Pero seguía teniendo ganas de llorar y moqueó todavía más.
—?Quieres un kleenex? —le preguntó alguien.
Maeve levantó la vista. Un anciano caballero con un sombrero verde y un bigotillo estrecho le estaba ofreciendo un kleenex.
Maeve asintió.
—Aunque no creo que me sirva de mucho. Seguro que no puedo ni cogerlo.
él sonrió, con aire comprensivo, y le tendió el kleenex. No se le cayó por entre los dedos, así que se sonó la nariz y se secó las lágrimas.
—Gracias. Lo siento mucho. Todo esto es demasiado.
—Son cosas que pasan —replicó el caballero. La miró de arriba a abajo con admiración—. ?Qué eres? ?Un duppy?
—No —contestó—. Al menos, eso creo... ?qué es un duppy?
—Un fantasma —le explicó. Con aquel bigotillo, se parecía un poco Cab Calloway, o a Don Ameche, a una de esas estrellas de Hollywood que llegaron a viejos sin dejar de ser nunca estrellas. Quienquiera que fuese aquel anciano, seguía siendo una estrella.
—Oh, entiendo. Sí. Eso es lo que soy. Hum. ?Y usted?
—Más o menos —respondió—. En cualquier caso, estoy muerto.
—Oh. ?Le importaría decirme dónde estoy?
—Estamos en Florida —le informó—. En el cementerio. Ha sido una suerte que nos hayamos encontrado —a?adió—, iba a dar un paseo. ?Quiere acompa?arme?
—?No debería usted estar en su tumba? —le preguntó, vacilante.
—Me aburría —le dijo—, pensé que me vendría bien dar un paseo. Y pescar un rato, quizá.
Maeve vaciló un momento, y luego asintió. Era agradable tener a alguien con quien charlar.
—?Le apetece escuchar un cuento? —le preguntó el anciano.
—Pues la verdad es que no —reconoció.
El caballero la ayudó a ponerse en pie y salieron del Parque Cementerio.
—Aprecio su sinceridad. En ese caso, seré breve. No me alargaré mucho. Puedo contar un cuento de modo que dure varias semanas. El secreto está en los detalles: los que cuentas, los que omites. Quiero decir, por ejemplo, si no describes qué tiempo hace ni cómo van vestidos los personajes, puedes ahorrarte la mitad del cuento. Una vez conté un cuento...
—Escuche —le interrumpió Maeve—, si va a contarme un cuento, hágalo ya, ?de acuerdo?
Bastante malo era ya tener que caminar por el arcén a esas horas, casi de noche. Se recordó que los coches ya no podían atropellada, pero aquello no la tranquilizó.
El anciano empezó a hablar con voz melodiosa.
—Cuando le hable del Tigre —dijo—, debe usted entender que no me refiero sólo a ese felino con rayas, el tigre de Bengala. Es el nombre que la gente utiliza para referirse a todos los grandes felinos en general: el puma, el lince, los jaguares y demás. ?Me ha comprendido?
—Perfectamente.
—Bien. Pues... hace mucho tiempo —comenzó—, el Tigre era el due?o de los cuentos. Todos los cuentos de todos los tiempos hablaban del Tigre, todas las canciones hablaban del Tigre, y yo diría que incluso los chistes hablaban del Tigre; aunque no había chistes en los tiempos del Tigre. En los cuentos del Tigre, sólo importaba si tus dientes eran fuertes, cazar y matar. En los cuentos del Tigre no había lugar para cosas como la ternura, las bromas o la paz.
Maeve trató de imaginar qué clase de cuentos podía contar un gran felino.
—Debían de ser muy violentos.
—A veces. Pero, más que nada, eran malos. Los tiempos en los que todos los cuentos y todas las canciones eran del Tigre, fueron malos tiempos para todo el mundo. La gente toma la forma de las canciones y los cuentos que les rodean, especialmente si no tiene una canción propia. Y en los tiempos del Tigre todas las canciones eran siniestras. Comenzaban con lágrimas y terminaban con sangre, y eran las únicas historias que aquellos hombres conocían. Y entonces llegó Anansi. Pero, supongo que ya lo sabrá todo de Anansi...
—Pues, no, no me suena —dijo Maeve.
—En fin, si empezara a describirle ahora lo listo y lo apuesto y lo encantador y lo astuto que era Anansi, no acabaría hasta el jueves de la semana que viene —comenzó el anciano.