El corazón le dio un vuelco. Era la mujer joven que estaba sentada detrás de él. Le sonreía afectuosamente.
—Qué casualidad ir a encontrármelo precisamente aquí —le dijo—. ?También usted está de vacaciones?
—Más o menos. —No tenía la menor idea de quién podía ser aquella mujer.
—?Se acuerda usted de mí? Rosie Noah. Estuve saliendo con Gordo, con Charlie Nancy, ?recuerda?
—Hola, Rosie. Sí, por supuesto que la recuerdo.
—Estoy haciendo un crucero, con mi madre. Está escribiendo unas postales.
Grahame Coats echó un vistazo por encima de su hombro hacia el fondo del café y aquella especie de madre sudamericana con un vestido estampado lo miró con expresión ce?uda.
—La verdad —continuó Rosie—, es que esto de los cruceros no va mucho conmigo. Diez días yendo de isla en isla. Es agradable encontrarse con un rostro familiar, ?no cree?
—Perfectupuesto —respondió Grahame Coats—. ?Debo entender que usted y nuestro querido Charlie ya no son, en fin, uno solo?
—Sí —replicó ella—, supongo que sí.
Grahame Coats sonrió, aparentemente comprensivo. Cogió su Fanta y se fue con Rosie hacia la mesa del rincón. La madre de Rosie irradiaba mala voluntad, igual que un viejo radiador de hierro puede irradiar frío y bajar la temperatura de una habitación, pero Grahame Coats se mostró encantador y muy solícito, y le dio la razón absolutamente en todo. Ciertamente, era espantoso el modo en el que las navieras eludían sus responsabilidades hoy en día; era vergonzoso el modo en el que habían descuidado la organización de los cruceros; era terrible que no hubiera nada que hacer en las islas; y, bajo cualquier punto de vista, era indignante que los pasajeros tuvieran que viajar en semejantes condiciones: diez días sin una ba?era, teniendo que apa?arse con una triste ducha no precisamente bien equipada. Inconcebible.
La madre de Rosie le habló de las muchas enemistades que había logrado cultivar en los últimos días con ciertos pasajeros americanos cuyo mayor delito, según pudo deducir Grahame Coats, había sido llenar demasiado sus platos en el bufé del Squeak Attack y ponerse a tomar el sol justo en el sitio que la madre de Rosie había decidido, ya en su primer día a bordo, que le pertenecía por derecho propio.
Grahame Coats asintió y masculló con aire de aprobación mientras la mujer iba soltando vitriolo gota a gota; dijo ?mmhá? y cloqueó mostrándose en todo momento de acuerdo con ella y, de ese modo, logró que la madre de Rosie finalmente se mostrara dispuesta a pasar por alto lo mucho que le desagradaban los extra?os —máxime si tenían alguna relación con Gordo Charlie— y se soltara a hablar y a hablar. Grahame Coats apenas la escuchó. Grahame Coats reflexionaba.
No sería muy conveniente, pensaba Grahame Coats, que alguien regresara a Londres en este preciso momento e informara a las autoridades de que se había tropezado con Grahame Coats en Saint Andrews. Era inevitable que, tarde o temprano, alguien lo reconociera; no obstante, lo inevitable podía, quizá, retrasarse aún un poco más.
—Permita —le dijo Grahame Coats— que le sugiera una posible solución, al menos para uno de sus problemas. Poseo una casa no muy lejos de aquí. Es una casa muy bonita, o eso me gusta pensar. Y si hay algo que me sobra son ba?os. ?Querrían ustedes ser mis invitadas y darse ese capricho?
—No, gracias —le respondió Rosie. De haber aceptado la invitación, su madre habría dicho que debían estar en el puerto de Williamstown a media tarde, cuando pasaran a recogerlas, y la habría rega?ado por aceptar una invitación como ésa de alguien a quien apenas conocía. Así que Rosie dijo que no.
—Es usted muy amable —dijo la madre de Rosie—. Nos encantaría.
Poco tiempo después, llegó el jardinero con el Mercedes negro, y Grahame Coats abrió la puerta trasera para que subieran Rosie y su madre. Les aseguró que las llevaría al puerto a tiempo de tomar el último bote para regresar a su barco.
—?Adónde, se?or Finnegan? —preguntó el jardinero.
—A casa.
—?Se?or Finnegan? —preguntó Rosie.
—Es una especie de apodo —le explicó Grahame Coats.
Cerró la puerta y rodeó el coche para subir por el lado del acompa?ante.
Maeve Livingstone estaba perdida. Todo había empezado muy bien: deseó volver a casa, en Pontefract, y, de repente, se produjo un resplandor, se levantó un tremendo viento y, como en una ráfaga fantasmal, se encontró allí. Deambuló por la casa una última vez y luego salió. Deseó ver a su hermana, que vivía en Rye, y, sin tiempo para reaccionar, se encontró en el jardín de su hermana, viéndola pasear a su perro.
Parecía muy fácil.