Los Hijos de Anansi

En ese momento, Daisy estaba en el despacho del Superintendente Detective Camberwell diciendo: —Sí, se?or. Saint Andrews.

 

—Hace unos a?os fui de vacaciones allí, con la antigua se?ora Camberwell. Un sitio muy bonito. Tarta al ron.

 

—Sí, efectivamente, allí mismo. El tipo que aparece en el vídeo de seguridad de Gatwick es él, sin lugar a dudas. Viaja con un pasaporte a nombre de un tal Bronstein. Roger Bronstein cogió un vuelo para Miami, donde cogió otro avión con destino a Saint Andrews.

 

—?Está usted completamente segura de que es él?

 

—Completamente.

 

—Estupendo —dijo Camberwell—, entonces estamos jodidos y bien jodidos, ?no? No hay tratado de extradición con Saint Andrews.

 

—Tiene que haber algo que podamos hacer.

 

—Hum. Podemos congelar todas sus otras cuentas e inmovilizar sus activos, y lo haremos, aunque no va a servir de nada, porque tendrá efectivo más que de sobra en cuentas que no conocemos o que no podemos tocar.

 

—Pero eso es hacer trampa —replicó Daisy.

 

Camberwell la miró como si no supiera muy bien lo que estaba mirando.

 

—No estamos jugando al ?corre, corre, que te pillo?. Si respetaran las reglas, estarían del mismo lado que nosotros. Si regresa, le detendremos.

 

Aplastó un monigote de plastilina e hizo una bola con él. Luego, la pellizcó con el índice y el pulgar para dejarla plana.

 

—Antiguamente —dijo— se podía pedir asilo en las iglesias al grito de ??Santuario!?. No se podía tocar a nadie dentro de una iglesia. Ni siquiera si esa persona había cometido un asesinato. Claro que eso limitaba mucho su vida social. Mucho.

 

La miró como si esperara que se retirase.

 

—Mató a Maeve Livingstone. Lleva a?os estafando a sus clientes —dijo Daisy.

 

—?Y?

 

—Deberíamos llevarle ante los tribunales.

 

—No se encabrone con eso.

 

Daisy pensó, ?estoy ya muy vieja para esta mierda?. Mantuvo la boca cerrada, pero aquellas palabras daban vueltas y más vueltas dentro de su cabeza.

 

—No se encabrone con eso —repitió él. Dobló la lámina de plastilina para hacer un cubo, luego, lo aplastó con sa?a—. Haga como yo, no dejo que esa clase de cosas me amarguen la vida. Plantéeselo usted como si fuera un guardia de tráfico. Grahame Coats no es más que un coche que ha aparcado en doble fila y ha salido zumbando antes de que pudiera usted ponerle la multa, ?me entiende?

 

—Perfectamente —respondió Daisy—. Tiene razón. Lo siento.

 

—Estupendo.

 

Daisy volvió a su escritorio, entro en la intranet de la Policía y se pasó varias horas estudiando sus opciones. Finalmente, se fue a casa. Carol estaba viendo Coronation Street mientras se comía un pollo korma recién salido del microondas.

 

—Me voy a tomar unos días de descanso —dijo Daisy—. Me voy de vacaciones.

 

—No te quedan días —le recordó sensatamente Carol.

 

—Mala suerte —respondió Daisy—. Estoy demasiado vieja para esta mierda.

 

—Oh. ?Y adónde te vas?

 

—A echarle el guante a un sinvergüenza —respondió Daisy.

 

A Gordo Charlie le gustaba volar con Caribbeair. Puede que fuera una línea aérea internacional, pero parecía una empresa de transportes local. La azafata le había tratado de tú y le había dicho que se sentara donde le pareciera bien.

 

Se tumbó, ocupando tres asientos, y se quedó dormido. So?ó que caminaba bajo cielos de color cobrizo y que el mundo entero estaba en silencio, nada se movía. Iba hacia un pájaro gigantesco, del tama?o de una gran ciudad, tenía el pico abierto y los ojos en llamas, y Gordo Charlie entraba por el pico abierto y bajaba por la faringe del monstruo.

 

De repente, siguiendo la extra?a lógica narrativa de los sue?os, se encontraba en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de plumas y de ojos —redondos, como los de los búhos— sin párpados.

 

Ara?a estaba en el centro de la habitación, con los brazos y las piernas estirados. Estaba encadenado con unas cadenas hechas de huesos —huesos como los del cuello de un pollo— que lo sujetaban firmemente desde las cuatro esquinas de la habitación. Parecía una mosca atrapada en una tela de ara?a.

 

—Oh —decía Ara?a—, eres tú.

 

—Sí —respondía Gordo Charlie.

 

Las cadenas de hueso se tensaban y tiraban del cuerpo de Ara?a, y Gordo Charlie veía el dolor reflejado en su cara.

 

—Bueno —decía Gordo Charlie—, supongo que podría ser peor.

 

—No creo que sea para esto para lo que me han traído aquí —decía Ara?a—. Creo que tiene planes para mí. Para los dos. Sólo que aún no sé cuáles son.

 

—No son más que pájaros —le decía su hermano—, ?qué más pueden hacerte?

 

—?Alguna vez has oído hablar de Prometeo?

 

—Pues...

 

—Le entregó el fuego a un hombre. Los dioses le castigaron encadenándole a una roca. Todos los días, un águila venía a comerse su hígado.

 

—?Y no se acababa nunca su hígado?

 

—Cada día le volvía a salir uno nuevo. Era cosa de los dioses, claro.

 

Hubo una pausa. Los dos hermanos se quedaron mirándose el uno al otro.

 

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